sábado, 27 de marzo de 2010

Juventud En Extasis: Capitulo 7

7
EL PAPEL DE LOS PADRES.

Salí del consultorio como una araña que escapa a rastras de su madriguera recién fumigada.
Eran ya las tres de la tarde. Dhamar había cerrado el cancel exterior en espera de que terminara la última consulta para ir a comer. Llenó mi recibo sin decir una palabra; luego me dio las gracias y se despidió con una sonrisa de cortesía. Atravesé el dintel lentamente y me encontré de pie en la calle viendo pasar coches, mujeres, hombres, inmóvil como un vagabundo que no sabe, ni quiere saber, el rumbo que ha de tomar. A los pocos minutos salió Dhamar, pasó junto a mí y echó a caminar por la acera resueltamente.
Sin darme tiempo a pensarlo, la seguí. Necesitaba sobremane¬ra hablarle, pero mi especial estado de ánimo me impedía desen¬volverme como otras veces. Se detuvo en una esquina en espera del cambio de luz del semáforo.
—Dhamar —proferí—; disculpa tantas molestias, pero, ¿me podrías recomendar un sitio cercano para comer?
La muchacha se volvió con naturalidad.
—Claro. En esta zona hay varios restaurantes buenos. Depende de lo que apetezcas.
—¿Por qué no lo escoges tú —Ia interrumpí angustiado— y me permites invitarte?
Negó con la cabeza.
—Lo siento. Tal vez otro día.
—Por favor —imploré con verdadera avidez—, necesito mucho desahogarme con alguien.
Hizo un gesto de extrañeza y me observó desconfiada.
—Lo siento…
Y al cambio del semáforo echó a caminar. Dudé por un se¬gundo, pero sólo por un segundo. Caminé tras ella.
—No me lo tomes a mal. Me gustaría intercambiar ideas con una muchacha joven como tú… Si me atreviera a preguntar a al¬guna amiga sus opiniones respecto a problemas íntimos segura¬mente pensaría que trato de insinuarle algo. Contigo es diferente porque no te conozco. Ignoro si eres casada, viuda o comprome¬tida. Lo único que sé es que me inspiras una gran confianza y que estás aquí justo ahora que estoy pasando por esta crisis.
Llegando a la otra acera se detuvo. Su mirada se suavizó al detectar un viso de honesta tribulación en mi rostro.
—¿Te gusta la comida china? —preguntó.
Sonreí y me encogí de hombros.
—Lo que tú quieras está bien.
—¿Visitan muchos pacientes solteros al médico? —pregunté en cuanto nos sentamos.
—Muy rara vez.
—¿Y sabes cuál es la razón por la que vine yo?
—No… Y no tienes que decírmela.
—Pero quiero hacerlo.
En verdad era una situación asaz extraña. Ambos lo sabíamos, y eso le daba al momento un toque mágico y peligroso.
—Muy bien… Te llamas Efrén, ¿verdad? ¿Por qué viniste a ver a un terapeuta sexual?
La muchacha no se andaba con rodeos.
—Pues porque… —me detuve como el niño que se halla frente a la vitrina abierta después de implorar un dulce, dándose cuenta de que en realidad no se le antoja ninguno—. Me he percatado de que mis ideas respecto al sexo prematrimonial son equivocadas y me causan daño. Por lo que… bueno, no me mires así, no soy degenerado ni pervertido. La mayoría de los jóvenes pensamos lo mismo y te aseguro que hay muy pocos deseosos de cambiar como yo. Por eso vine.
Dhamar asintió, tratando de leer entre líneas la verdadera razón de todo eso. Ni yo mismo la sabía.
El mesero, mitad oriental, mitad latino, se acercó para mos¬trarnos la carta. Después de echar un vistazo al ininteligible menú, opté por ordenar un platillo convencional. Ella, en cambio, pidió otro que sólo pronunciarlo resultó una proeza.
—Llevo tres años trabajando para el doctor Asaf —comentó— y me he dado cuenta de que siempre investiga los antecedentes familiares de sus pacientes. Dice que los arquetipos sexuales son algo que se aprende desde la más tierna edad.
—Pues a mí no me preguntó nada de eso. Se limitó a darme una cátedra tamaño regio.
Sonriendo acomodó su servilleta de tela sobre las piernas y, mientras lo hacía, preguntó en tono casual:
—¿De veras hizo eso?
Asentí, y entonces ella continuó:
—Pues tal vez tú mismo puedas hallar algo útil si analizas las influencias que tuviste en la niñez y adolescencia.
Era un buen comienzo para entablar comunicación. Acepté el juego.
—No recuerdo haber recibido ninguna enseñanza sexual. Sé que mi padre fue un gran hombre, pero no lo conocí. Mamá cometió un error, del que se arrepintió toda la vida, volviéndose a casar con otro sujeto que, aunque al principio parecía muy cortés y varonil, resultó alcohólico. El tipo nos hizo la vida de cuadritos. Un día cometió un delito… terrible y lo metieron a la cárcel.
—¿Tienes hermanos?
¡Maldición! Ése era precisamente el único tema que me disgustaba tocar.
—No —mentí y continué hablando para evitar que indagara más—. Mi madre siempre trabajó en grandes empresas y llegó a ser secretaria de dirección general. Sus ocupaciones eran tan absorbentes que convivíamos poco. Se iba muy temprano y en la noche, cuando volvía, apenas tenía ánimo para intercambiar un par de palabras antes de quedarse dormida. A ella nunca le gustó hablar de sexo. Y yo, jamás le pregunté. En la adolescencia mi única fuente de información fueron amigos, que estaban peor informados que yo, y profesores de biología, que promovían ampliamente la práctica del sexo entre nosotros.
Dhamar no se mostró muy de acuerdo.
—Pues yo no recuerdo a ningún maestro recomendándole a sus alumnos practicar el sexo.
—Lo hacen indirectamente —expuse con mayor aplomo y desenvoltura—. En las escuelas ordinarias comienzan enseñando el funcionamiento hormonal, luego detallan los pormenores ana¬tómicos del coito, el proceso de embarazo, y culminan con las deducciones sobre planificación familiar explicando cuidadosa¬mente el uso de anticonceptivos. Los actuales planes de estudio están exentos de información respecto a la problemática que causa el sexo prematuro. En las aulas se enseña CÓMO tener relaciones sexuales en vez de CÓMO NO tenerlas. Los jóvenes de hoy son curiosos, inquietos. Recuerdo que mis amigos y yo teníamos toda la teoría, sólo faltaba ponerla en práctica y uno por uno lo fuimos haciendo.
Dhamar se había quedado muy quieta escuchándome.
—Tienes razón. No lo había pensado. Pero lo que acabas de decirme refuerza la idea de que en el hogar debe suplirse la carencia de información que tienen los muchachos, incluso (o sobre todo) los que van a la escuela, respecto al ejercicio digno y honrado de la sexualidad.
Esa conversación me estaba resultando casi tan provechosa como la que tuve con el doctor, a diferencia de que no me causaba tanta aprensión. Sin embargo, comencé a sentir cierta tristeza al comprobar paulatinamente que mi madre tenía algo de culpa en lo que me pasaba.
—En mi hogar nunca ocurrió eso —comenté—. Es posible que los pocos consejos de mamá me hayan orillado, sin querer, aún más a la sensualidad. Ella siempre me dijo, desde mi infancia, que debía madurar, dejar de ser niño y comportarme como el hombre que ya era. Crecer se volvió una de mis principales metas. De alguna forma detestaba ser un adolescente insignifi¬cante. En la sociedad el concepto de adultez está estrechamente relacionado con el sexo. Todas las personas mayores se acuestan con sus parejas. La principal sensación que recuerdo de mi primera relación sexual era la de que al fin era un hombre. Los padres nunca se dan cuenta de la forma en que perjudican a sus hijos con esa urgencia de verlos crecer rápido. Hay etapas muy hermosas que los jóvenes dejan atrás sin haberlas disfrutado plenamente por culpa de sus padres.
El mesero llegó y colocó los platos.
—¿Se les ofrece algo más?
—De momento, no.
—Yo acostumbro dar gracias antes de comer —dijo Dhamar—. ¿Te molesta?
—Por supuesto que no.
Ignoraba si iba a proceder a hacer alguna ceremonia ritual extraña, pero simplemente inclinó su rostro y cerró los ojos unos segundos.
“Bueno”, me dije, “algún defecto tenía que tener.”
—Hay algo que es sumamente importante, Efrén —comentó inmediatamente después, al tomar una fritura de harina y comen¬zar a juguetear con la mostaza—. Se lo he escuchado decir al doctor Asaf varias veces. Las ideas sobre cómo relacionarse con el sexo opuesto se forman en la familia y se aprenden más por la contemplación de las obras paternas que por los consejos. Cuando alguien en su niñez presencia un buen modelo de amor conyugal, adquiere una gran confianza en la unión de la pareja y aprende a valorar el sexo como un acto trascendente. En cambio, si un niño observa discusiones o rompimientos maritales, crece con la idea de que casarse sería un gravísimo error, menosprecia las relaciones íntimas y satisface su necesidad de amor con aventuras superficiales.
No sé qué sentimientos privaban en mí al escuchar esas palabras. Frustración, pena, amargura. Tal vez los tres. Era curiosa la forma en que me enteraba del origen de tanto desen¬freno. En lo más íntimo de mi ser yo no confiaba en el matrimo¬nio, había padecido mucho viendo sufrir a mi madre temerosa de que su ex marido la encontrara y lo menos que deseaba era enzarzarme para siempre con alguien.
—Yo no tuve un buen modelo de amor conyugal —confesé y mi voz sonó ligeramente trémula, por lo que Dhamar detuvo el movimiento de sus cubiertos para mirarme—. Mi padrastro era alcohólico —repetí—, a veces golpeaba a mamá y… —lo que diría a continuación era algo que nunca le había confesado a nadie pero que repentinamente, y sin saber por qué, quería sacarlo de mí como si se tratara de escupir una hierba amarga—, mi hermana mayor, Marietta, falleció accidentalmente al irse de la casa huyendo de él…
Todo el rostro de Dhamar era un signo de interrogación. A cualquiera hubiera halagado ser escuchado de esa forma. A mí me aniquiló.
—Yo tenía escasos seis años —continué—, pero me acuerdo muy bien de cómo mi padrastro Luis rompía los muebles, lanzaba maldiciones y pateaba la puerta de la habitación donde nos escondíamos. Mamá nos abrazaba con fuerza y susurraba que nos amaba, que éramos su motivo de vivir, que nos necesitaba, y los tres llorábamos. Creo que a Marietta y a mí nos asustaba más verla a ella convertida en una niña indefensa que saber que nuestro padrastro, enloquecido, quería matarnos —me aclaré la garganta para evitar que se me quebrara la voz-. Jamás volvimos a ver a mi hermana después de que se fue… ¿Adonde pudo haber ido una niña de once años? Aparentemente se la tragó la tierra. Algunos años después supimos que había muerto…
Dhamar bajó los ojos apenada por cuanto acababa de escuchar. Trató de decir algo, pero se interrumpió. No tenía caso tratar de atenuar el dolor de algo que apenas era posible expresar con palabras.
—Realmente las actitudes de los padres tienen mucho que ver en la felicidad posterior de sus hijos —agregué.
—Mi caso es diferente —comentó como queriendo corresponder a mi espontánea sinceridad con la apertura total de sus confiden¬cias—. Papá es sumamente estricto. Hasta la fecha suele advertir¬me, con amenazas y regaños, que tenga mucho cuidado de dar un mal paso. Es cruel en sus advertencias, a veces me insinúa qu’e soy una perdida. Cuando llego tarde a la casa me pregunta con quién he estado y qué he hecho con él. Si le rebato implorándole que tenga confianza en mí, hace grandes aspavientos poniendo en tela de juicio mis palabras. Te confieso que para darle una lección más de una vez he estado dispuesta a acostarme con el primero que me lo proponga, pero la presencia de mi mamá me lo ha impedido. Si yo desafiara a mi padre ella estaría en medio de la tragedia. Mamá es una mujer dulce y tierna, ha sabido darme confianza. Sin suficiente autoestima los chicos sé arrojan a la marea sexual creyendo que en ella hallarán la seguridad que les falta.
Por mi mente cruzaba un cartelón escrito con una sola frase, contundente y dura: “Los padres no se dan cuenta de la enorme necesidad de amor que tienen sus hijos adolescentes “.
Tratando de controlar el exceso de emotividad que me sobrecogía, tomé una servilleta de papel y comencé a doblarla. Luego, imitando el volumen bajo y el tono íntimo de Dhamar, confesé:
—Un muchacho es capaz de hacer casi cualquier cosa con tal de sentirse querido y aceptado. Cuando mi hermana huyó, mamá y yo nos mudamos a un poblado rural con la esperanza de no volver a ver jamás a su esposo. Desde muy pequeño me quedé totalmente solo. Mamá duplicó su horario de trabajo para tener mayores ingresos y en cuanto crecí un poco busqué desesperada¬mente la seguridad de un amor sincero en el cuerpo de mi primera novia. Posiblemente, si hubiera tenido un hogar distinto, con un mínimo de aceptación y cariño, yo no hubiera necesitado tanto el calor femenino a esa edad.
Como ambos permanecíamos con nuestros platos casi intactos, el mesero se acercó para preguntar si nos había desagradado algo. Le contestamos negativamente y comenzamos a comer, pero ni ella ni yo teníamos hambre ya.
—¿Sabes? —agregué después—. Supongo que la revolución sexual busca como prioridad infundir confianza, lograr que las parejas se entiendan mejor, pero esto debe de ser un poco en¬gañoso, porque la mayoría de las mujeres obtiene malos resul¬tados en sus primeras experiencias. Muchas arrastran traumas que sólo se solucionan con el paso de los años, a base de muchos encuentros íntimos, al lado de una pareja comprensiva.
—Has tocado un punto neurálgico —aprobó Dhamar—. La mayoría de los hombres se desespera porque quieren que su pareja reaccione igual que ellos y no se dan cuenta de que esto es imposible. Casi todas las niñas y jóvenes son acosadas por hombres en el aspecto sexual, desde la forma más sutil hasta la más violenta; sólo que es algo que siempre se calla. Las mujeres aprendemos que somos vistas como objetos de placer; se nos infunde miedo; las que han tenido experiencias tristes adquieren pánico, otras desarrollan complejos de culpa, y el conjunto de esos antecedentes más tarde las bloquea… El hombre machista, si es soltero, termina desechando a su novia tildándola de “frígida”, y si es casado, pocas veces indaga las frustraciones de su mujer y, al no actuar con amor y paciencia, sólo consigue agravarlas.
Me quedé callado. Concluí mentalmente que la revolución sexual es un ídolo de barro, una falsa bandera que desorienta a los jóvenes. No hay nada de revolucionario en saltar de cama en cama. Eso se ha hecho desde milenios atrás. La libertad, la autoestima, la autonomía que tan legítimamente reclamábamos, debían lograrse por otros métodos. El sexo no servía para eso. A mí me constaba.
No pudimos comer ni siquiera la mitad de los platillos. Consideré la idea de pedir el mío para llevar, pero me pareció inadecuado.
Nos pusimos de pie. Extraje de mi cartera la tarjeta de crédito que mamá me había obsequiado y pagué.
—Gracias por haber aceptado mi invitación.
—La agradecida soy yo —contestó—. No es usual que alguien comparta sentimientos tan íntimos con una persona de la que ni siquiera sabe si es casada, viuda o comprometida.
Reímos.
—No eres nada de eso, ¿verdad?
Movió la cabeza sin dejar de sonreír.
—¿Me hablarás por teléfono?
—Por supuesto…
Aquella noche dormí con el pensamiento puesto en ella. Lo más curioso era que su imagen estaba exenta de atributos sexua¬les. Me había acostumbrado a clasificar a mis amigas por el potencial que tenían de acostarse conmigo y, sobre todo, por el tamaño de sus senos y caderas. Pero de Dhamar no recordaba otra cosa que sus ojos profundos y su delicada voz. Quedaba fuera de mi cuadro taxonómico y eso me enloquecía.
A la mañana siguiente salí en busca de trabajo. Repartí más de doce solicitudes movido por una energía inmensurable. Seguí haciendo lo mismo día tras día, entusiasmado con la idea de emprender un verdadero cambio en mi modo de vivir. Me comuniqué con ella varias veces y sus palabras de aliento se convirtieron en el combustible que me movía a crecer. Cuando quince días después fui aceptado en un banco como cajero, había tocado ya más de treinta puertas distintas.
La primera llamada telefónica que efectué desde el edificio de capacitación de mi nuevo empleo fue a la oficina del doctor Asaf. Le dije a Dhamar que me urgía verla cuanto antes, argumentando, sin ser cierto, que le había escrito una carta muy importante. Se mostró muy entusiasmada por leerla. La invité a cenar y aceptó, advirtiéndome que esta vez no se me ocurriera llevarla a un restaurante chino.
Tan pronto como llegué a casa después de mi primer día de trabajo, lleno de alegría subí a saludar a mamá, pero la encontré dormida, con un libro en la mano. Se lo retiré cariñosamente y la besé en la frente; apenas se movió, como agradeciendo entre sueños el rasgo. Tomé unas hojas de su escritorio y me dirigí a la mesa del comedor para escribir a Dhamar la carta prometida.
En la casa privaba un silencio total.
Puse una hoja en blanco frente a mí y antes de empezar comencé a juguetear con la pluma. Me resultaba arduo deshilar la madeja de ideas nuevas y difícil desenmarañar los sentimientos del corazón; era increíble que, con mi experiencia en seducir mujeres, tuviera tan enorme dificultad para redactar algo para la primera que quería bien.
El timbre de la calle sonó. ¿Quién podría ser?
Caminé a la puerta, pero antes de abrir un extraño presenti¬miento me detuvo.
Subí a grandes saltos hasta el primer piso para espiar por la ventana que daba a la calle.
Una daga helada de marfil me atravesó la cabeza.
¡Era Joana, y venía acompañada de sus padres!
Me oculté para que no me vieran. Volvieron a llamar. Deses¬perado cerré un puño buscando una solución.
“¡La señora Adela!”, grité para mí.
Corrí al cuarto de servicio y toqué vigorosamente.
La criada salió envuelta en una horrible bata a rayas.
—Adelita, por favor, ayúdeme. Allá afuera hay unas perso¬nas. Salga a ver qué quieren y dígales que no hay nadie en la casa.
El timbre volvió a sonar.
—¡Apúrese, antes de que despierten a mamá!
Adela salió. Espié por las persianas la breve conversación que sostuvo.
¿Qué significaba eso, Dios mío…?
Al cabo de unos minutos la señora Adela entró a la casa. La interrogué ávidamente:
—¿Qué pasó? ¿Dejaron algún recado?
—Dijeron que vendrían más tarde, o mañana.
—¿Nada más?
—Que tenían urgencia de hablar con su mamá y con usted…
Me sostuve la cabeza como si estuviese a punto de caérseme. ¿Era posible…? ¿Hice el amor con una mujer que ahora intentaba nacérmelo pagar caro…? Con toda seguridad había quedado embarazada de mí… o tal vez no de mí. ¿Era Joana tan impre¬sionantemente estúpida o tan terriblemente audaz…?
—Gracias, Adela. Puede subir a dormir.
—Hasta mañana, joven.
Volví a la mesa del comedor hecho una masa de preocupación, soledad, miedo, tristeza…
Tardé mucho antes de poder iniciar la carta a Dhamar.
Lo que redacté esa noche fue arrancado de lo más hondo de mi ser. Manché el papel con las lágrimas que rodaron por mis mejillas apenas comencé a escribir y con el sudor de mis dedos que empapó la pluma en cuanto la empuñé. Fue como meter la mano a la bóveda donde se guarda la esencia del sentimiento para limpiar de sus paredes las pústulas adheridas. Cuando terminé de escribir me quedé contemplando la carta como si supiera que estaba frente al parteaguas de mi vida.

Juventud En Extasis: Capitulo 6

6
¡NO PUEDO ESPERAR HASTA CASARME!

No logré conciliar un sueño tranquilo durante varias noches Una profunda depresión me mantenía sudando en duermevela soñando pesadillas y sobresaltándome. Imaginaba que yo era u niño abortado; luego pensaba que me casaba con Jessica y que nuestro hijo se materializaba en medio de nosotros cuando hacía mos el amor. Mi aspecto general desmejoró mucho. Tuve intensa fiebre y se me formaron enormes ojeras. Sin embargo, el día de la cita con el doctor Marín me corté el cabello, me duché, me rasuré cuidadosamente y preparé mi mejor camisa.
Llegué media hora antes y entré al consultorio con paso lento La recepcionista estaba hablando por teléfono. Simuló no verme pero creí adivinar en sus movimientos una ligera mueca de turba ción.
Estábamos solos en la sala de espera. Me paré frente a su escritorio mirándola a la cara. No era tan llamativa como Joana pero sí mucho más elegante que ninguna de las chicas que conocía
—Hola —le dije apenas colgó el teléfono—, tengo una cita con el doctor a las dos.
—Claro. Llegaste un poco temprano, ¿verdad? Puedes tomar asiento mientras se desocupa.
Obedecí con naturalidad.
—¿Cómo te llamas? —pregunté.
—Dhamar.
—Es un nombre fuera de lo común.
Se encogió de hombros.
—A mí no me parece así. Lo he escuchado toda la vida.
—¿Sabes por qué llegué tan temprano?
—Mhhh.
—Para preguntarte cómo te llamabas… y para disculparme por mi tontería del sábado. Casi no pude dormir pensando en el café derramado.
—Ah, no tiene importancia. Algunos pacientes se ponen muy nerviosos en su primera cita.
Sentí el alfiler del bochorno atravesándome la lengua. Dhamar era demasiado suspicaz para dejarse impresionar por mis galante¬rías, pero lo verdaderamente curioso del asunto es que, lejos de desear conquistarla frivolamente, sentía por ella la respetuosa admiración que inspiran las personas de quienes quisiéramos ser amigos. Me enojé conmigo mismo por mi pésima actuación y simulé leer una revista.
Poco después de las dos una pareja joven salió del privado. Detrás de ellos el doctor Asaf me saludó. Me puse de pie para tenderle la mano.
—Pasa —me invitó—. ¿Cómo siguen las molestias?
Caminé detrás de él y me cercioré de cerrar bien la puerta antes de contestar.
—Peor. El ardor de las llagas es intolerable. No soporto el roce de la ropa. Además, ahora siento un intenso dolor al orinar. Aquí están los análisis.
El médico abrió el sobre y se hundió en su sillón para leer.
—Lo que me imaginaba. Se trata del herpes símplex virus 2, aunque hay presencia también de un organismo llamado chlamydia trachomatis.
Extrajo un recetario de su cajón y comenzó a escribir.
—Es preciso administrar antibiótico —comentó en voz baja, como para sí—, eritromicina, oxtetraciclina, doxiciclina, aciclovir.
—¿Me curaré por completo?
—De la uretritis sí. Del herpes, tal vez. Es decir, en la mayoría de las personas jamás se presenta un segundo brote, pero en otras…
—¿Y de ahora en adelante contagiaré a todas las mujeres con las que tenga relaciones?
—No. Cuando las pústulas desaparezcan, el virus se hallará latente en uno de tus nódulos y no será contagioso. Únicamente podrás transmitirlo mientras las vesículas sean visibles, en caso de que vuelvan a brotar.
¿De modo que si mi sistema linfático no lograba capturar el virus y amansarlo éste saldría a saludarme periódicamente durante el resto de mi vida…? Caray. En los últimos días mis rudimentos en materia sexual habían sido agredidos cruelmente. Era como si Dios, en quien entonces no creía, se hubiese propuesto darme un curso intensivo; de lecciones impactantes.
—Vi la película del aborto —comenté.
—¿Qué te pareció?
—No tengo palabras. Me hizo reflexionar mucho.
Interrumpió la redacción de sus notas para mirarme.
—Me alegra saberlo.
—A mí no. Comprender que el sexo sea algo tan vedado me ha hecho sentir muy confundido y… triste.
—El sexo no es vedado. Simplemente hay muchas impli¬caciones en las que debe pensarse antes de practicarlo. Eso es todo.
—Pero, ¿por qué tiene que ser así? ¡Si se trata de una exigencia fisiológica! ¡Las necesidades vitales de los individuos son algo privado que se satisface cuando el organismo lo pide, a solas, sin poner al tanto a los demás!
—El sexo no es una necesidad vital, Efrén. Prueba de ello es que si dejas de hacerlo no morirás ni enfermarás. Existen personas célibes que llevan una vida perfectamente sana. Lo apropiado sería decir que se trata de una reacción física ante los estímulos del medio, similar al reflejo de tiritar cuando hace frío. Sin estímulo no hay respuesta orgánica. El sexo, y esto fuiste tú quien lo dijo, puede convenirse en una necesidad sólo si abusas de él, de la misma forma en que puedes llegar a depender del alcohol si no controlas tu forma de beber. Ahora supongamos que has alcanzado ese grado. No podrás apaciguar tu libido siempre a solas, como acabas de decir. Requerirás involucrar a otra persona, pudiendo propiciar consecuencias que trasciendan a los dos. Independiente¬mente de la alarmante cantidad de abortos, cada año se registran millones de nuevos niños abandonados, madres solteras e innume¬rables matrimonios forzados, la mayoría de los cuales termina en un doloroso fracaso. Además, las estadísticas de enfermedades venéreas y proliferación del SIDA son cada vez más terribles. La práctica irresponsable del sexo ocasiona problemas muy graves que nos afectan a todos. No puedes decir que satisfacer una necesidad con semejantes repercusiones sociales sea algo privado.
(“Apréndete esto muy bien: si te llevas a una chica a la cama
puedes embarazarla o adquirir una enfermedad venérea.
Así de simple. Son los riesgos de la ruleta rusa
a la que nos gusta jugar.”)
—Pero en la actualidad existen muchos métodos para cuidarse —protesté con poca fuerza.
—¿Te refieres a cuidarse de embarazos indeseados? Claro que los hay. Los jóvenes liberales DEBEN usar anticonceptivos e instruirse ampliamente respecto a ellos. Pero dime, ¿qué método es infalible?
—La píldora —contesté de inmediato.
—¿Y sabes cómo funciona?
—Más o menos.
—Pues se basa en la administración de hormonas sintéticas que producen un estado de falso embarazo. La publicidad habla maravillas de la píldora, pero todos los médicos sabemos que puede ocasionar desde várices, celulitis, acné, obesidad o esteri¬lidad temporal hasta desequilibrios nerviosos: fuertes depresio¬nes, arranques inexplicables de ira, dolores de cabeza, cansancio excesivo o insomnios. Las jóvenes que la usan tienen que ingerir una pastilla diaria, ininterrumpidamente, sin poder dejar de tomarlas hasta terminarse las cajas completas so pena de sufrir un trastorno hormonal. Para que tantas molestias valgan la pena, la muchacha deberá llevar una vida sexual muy activa; si no es así…
—Está el dispositivo intrauterino —interrumpí, y después de un segundo pregunté—: ¿cómo trabaja eso?
—Produce una inflamación extrema en el útero; todo el orga¬nismo entra en estado de alarma, los vasos sanguíneos se dilatan y la matriz se llena de defensas que atacan al cuerpo extraño; algunas tendencias dicen que los espermatozoides mueren al entrar a ese medio hostil y otras aseguran que sí logran fecundar el óvulo, pero que como el nuevo huevo o cigoto no puede implantarse, se desecha en !a menstruación; eso es un aborto en pequeño Además, el dispositivo debe ser colocado por un médico y, aun ton todo, existe el riesgo de infección, embarazo ectópico, contracciones o hemorragias. Nos queda el diafragma: se receta por un ginecólogo que previamente auscultó la vagina de la mujer para determinar el tamaño del capuchón adecuado y queda bajo la responsabilidad de ella introducírselo antes del coito y colocárselo bien, lo cual es muy difícil si no hay suficiente práctica. El famoso preservativo también es inseguro si el hombre no es cuidadoso. Finalmente tenemos los espermicidas en jaleas u óvulos, o métodos naturales, pero todos con muchos inconvenientes y alto grado de riesgo. ¿Quieres que hablemos más de ellos?
—No. Más o menos sé cómo funcionan. Lo que me parece raro es que un médico como usted ataque a los anticonceptivos en vez de promoverlos.
—No los ataco en lo absoluto. Sólo te informo lo que otros callan. El control natal es un distintivo inseparable de la época moderna, pero los jóvenes solteros no pueden apoyarse en él con la confianza con que lo hacen para sumergirse de lleno en la vida sexual.
—¡Sin embargo, el mundo entero experimenta con el sexo! Los chicos se masturban desde la pubertad y gran cantidad de parejas jóvenes suelen tener continuas sesiones de caricias. ¿Acaso usted lo ignora?
—De ninguna manera. Y es algo natural. Pretender alejar a los muchachos de sus impulsos sería como empeñarse en tapar el sol con un dedo. El ejercicio sexual incipiente que mencionas está bien cuando se hace limpiamente, sin sentimientos vergonzosos y por breves espacios de tiempo. Pero el problema comienza al acostum¬brarse a la excitación sin mayores resultados, o al acto sexual incompleto. El cuerpo aprende todo y lo graba como reflejos con¬dicionados. Es mi trabajo, Efrén: frigidez, vaginismo, eyacula-ción retardada o precoz, impotencia y muchos problemas psico¬somáticos más suelen tener su origen en antiguos ejercicios frus¬trantes.
—Y las chicas que se dejan tocar pierden irremediablemente su reputación —completé.
El doctor asintió como si fuera algo muy obvio. —Oiga, pero si los animales copulan cuando están en celo de forma natural, ¿por qué en el hombre es tan complicado?
—Tú lo has dicho. Ellos io hacen instintivamente y sólo cuando la hembra se encuentra en etapa fértil. El ser humano, en cambio, puede tener coito y placer en cualquier época del año, posee capacidad de decisión sobre sus impulsos y, sobre todo, tiene sentimientos. En nosotros el goce físico funciona no sólo para procrear, como en los animales, sino para poder sentir con nuestra pareja la magnitud máxima del amor.
Fruncí la boca y miré mi entorno. Él aprovechó la pausa para terminar de redactar mi historia clínica. La cantidad de diplomas otorgados al doctor Asaf Marín era impresionante. De pronto encontré algo en su privado que me causó una gran incomodidad. Protesté de inmediato, como si pudiera asirme de aquello para echar por tierra los argumentos expuestos.
—¿Y esa cruz dorada, doctor? ¿Qué significa? ¡No me diga que todas sus opiniones tienen fundamentos teológicos o mora¬listas!
—Sabes que en mi especialidad soy uno de los médicos más reconocidos de este país pero, por lo que veo, cualquier excusa te servirá para hacer oídos sordos a lo que no te conviene.
—Pues si no quiere dar la apariencia de que mezcla trabajo con espiritualidad, debería poner esa cruz en su recámara, ¿no le parece?
Por primera vez percibí un destello de enojo en los ojos del médico. Me miró fijamente para hablarme muy despacio con voz clara y firme.
—Efrén, yo no pretendo inculcarte moral o religión. Mis opiniones tienen fundamentos puramente prácticos y científicos. Ahora entiende lo que voy a decirte. Tú puedes ser un indecente si quieres, puedes ser un rebelde, un mujeriego, un truhán, un libertino, y como médico no te lo reprocharé. Yo sólo reconvendré de inmediato la conducta de un paciente irracional que se haga daño a sí mismo —se puso de pie inclinándose hacia adelante para decirme cara a cara con voz firme—: Puedes permitirte ser un inmoral si así lo deseas, pero por ningún motivo puedes darte el lujo de ser un estúpido…
El regaño fue tan explícito y directo que percibí cómo me ruborizaba. Mi cabeza estaba hecha un verdadero caos. Ansiaba probar un noviazgo sin morbo físico. Necesitaba desahogarme…
Tenía muchos conocidos, pero ninguna amistad verdadera. ¡Cómo me hacía falta alguien en quien confiar!
El único amigo que tuve en la escuela preparatoria embarazó a su novia. El padre de la chica, que era policía, le exigió casarse, a lo que él se negó rotundamente, pero una semana después fue detenido por tres agentes judiciales que le dieron una paliza terrible y lo amenazaron de muerte. Mi amigo me contó todo llorando. Tenía la cara hinchada y un brazo roto. Lloré con él su inverosímil pesadilla. No podíamos creer que algo así pudiera ocurrir en esta época. A los pocos meses de casado abandonó a su esposa y se largó a otro país. Nunca más volví a verlo…
—¿Estás escuchándome, Efrén?
Respingué.
—Disculpe, señor —y al hablar detecté la boca seca.
—¿Te ocurre algo?
—No… es sólo que… —agaché la cabeza con verdadero pesar—. Los muchachos sufrimos mucho por tener que controlar un poderosísimo deseo que surge involuntariamente desde lo más profundo de nuestro ser. Además, es muy difícil remar contra la marea. Los medios de comunicación nos manipulan terriblemente. ¿A qué hombre no le llama la atención una mujer hermosa, semidesnuda, sin importar lo que promociona? La mente de los jóvenes está llena de escenas en las que los galanes conquistan a las muchachas y éstas se dejan seducir rápida y apasionadamente. Apenas se conocen y ya están en la cama. La televisión y el cine alaban el sexo ilegal y lo presentan como lo más extraordinario de la vida; las canciones modernas, los mismos profesores y amigos, todo en el ambiente nos grita para que demos rienda suelta a las pasiones…
Hubo un largo silencio. Ninguno de los dos hizo nada para romperlo. Asaf Marín debía reconocer que yo también tenía razón.
—No todos los adolescentes presentan la misma respuesta a ese bombardeo publicitario —comentó jugueteando con la pluma—. La intensidad del impulso sexual varía entre uno y otro.
—Tal vez… pero para que yo pueda aguantar tanto, necesitarían castrarme.
Los dos reímos espontáneamente, sinceramente.
—El sexo en la juventud es la emoción más fuerte que puede sentirse. Yo no lo censuro. Sería demasiado osado de mi parte pretender dar reglas que funcionen para todos. Cada joven debe decidir RESPONSABLEMENTE su postura. Sólo recuerda que no poder esperar en pos de una mayor gratificación es un síntoma de infantilismo.
—¿Y si no puedo dominar mi natural infantil? —pregunté en son de broma.
—Bueno —contestó para mi asombro—, partiendo de una base estrictamente científica y terapéutica, si no se quieren tener secuelas negativas todo acercamiento sexual prematuro inevitable debería cumplir con tres requisitos básicos. En primer lugar, estar enmarcado por un gran amor. Sólo el amor daría a la experiencia su dimensión adecuada, además de que permitiría a la pareja tomar la decisión justa si existe alguna complicación. En segundo lugar, hacerse en buenas circunstancias, relajadamente, sin prisas, en un sitio perfectamente cómodo que no ofrezca peligros. Los episodios apremiantes suelen llevar consigo una fuerte carga de temor y convertirse en una aventura traumática. En tercer lugar, estar exento de remordimientos; los efectos de la culpa podrían echar a perder ese momento y toda tu vida posterior. Con ojos de niño ansioso te parecerá fácil cumplir los tres requisitos al mismo tiempo, pero la verdad es que es sumamente difícil.
—Será más difícil abstenerse.
—Como todo en la vida, es cuestión de querer o no querer. Has probado muchas cosas. ¿Por qué no pruebas otra forma de pensar? Transmuta tu energía sexual hacia nuevas actividades. Llena tus horas de tareas gratificantes. Haz deporte intensamente, lee mucho, entrégate apasionadamente a una actividad creativa como escribir, pintar, esculpir, oír música, componer, bailar, armar modelos a escala o cualquier otra ocupación en la que tu espíritu se relaje y las intensas energías de tu interior se transformen en bellas creaciones artísticas. Hállale sentido a tu vida. Encuentra la misión que se te ha encomendado y lucha por ella sin más preocupación. Tu pareja llegará sola, cuando menos la esperes; ten confianza en eso y, mientras tanto, haz algo por ti. Te enamorarás justo de la persona que mereces, según los méritos que hagas ahora. No puedes perder tiempo desgastándote en aventurillas peligrosas y dañinas cuando tu persona necesita tanta superación. Muchos hombres casados confiesan que el fantasma de otras mujeres con las que yacieron en el ayer se les aparece (mentalmen¬te) al estar con sus esposas, propiciando las comparaciones e impidiéndoles una entrega total. No llenes de basura tu subcons¬ciente. Llénalo de ideas poderosas. Hallarás grandes obstáculos, es cierto, pero nadie llega a la punta del Everest por casualidad. Si deseas lograr una meta importante requerirás convicciones firmes, planeación cuidadosa y energía para evitar las circunstan¬cias que te harán caer. La diferencia entre los grandes hombres y los mediocres estriba en que los primeros han imaginado la clase de vida que quieren y se han planteado un código de normas para conseguirla. No eres un animal sexual, como la publicidad quiere hacerte creer. Ellos excitan a la gente para vender. Saben su cuento. Aprende a decir NO a las presiones de otros y verás lo bien que te sentirás al manejarte según tus principios. Que nadie te manipule en el aspecto más íntimo. Si tu entorno es demasiado asfixiante, cambia de amistades. Es más fácil de lo que piensas. Rodéate de gente que tenga los mismos valores que tú y convéncete de que eres una persona de gran importancia. Los jóvenes que se mantienen firmes, que se niegan a jugar con los demás, a beber alcohol, a fumar, a tener sexo por simple placer, a hacerse daño a sí mismos, no son maricones, como suelen gritarles los demás, SON VERDADEROS HOMBRES DE LOS QUE CADA VEZ HAY MENOS. No porque seas varón tienes derecho a degradarte. Es posible que a la mujer que te ame no le importe (en apariencia) tu pasado y te perdone todo, pero es un hecho que ella siempre valorará tu entereza, tu integridad, tu autoestima… Y no puedes darte el lujo de perder eso sólo porque es muy agradable eyacular…
El deseo de no conformarme se había reducido a nada. Me hallaba con la cabeza sumida en el pecho. Unas ardientes tenazas me apretaban el cuello y gotas de agua se arremolinaban por salir de mis lagrimales.
—Casi ningún joven entiende ese tipo de conceptos —susurré aniquilado.
—No son “conceptos”, Efrén, son “VALORES”. Los valores son aquello que mantiene en pie a la sociedad, permite la unión de las familias, le da sentido a la amistad y al amor. Los valores no tienen que entenderse; simplemente se acogen en el corazón y se viven.
Me llevé ambas manos a la cara y froté mis mejillas con fuerza. No podía detener las imágenes mentales de mis anteriores yerros. ¡Cómo había desperdiciado el tiempo, de qué manera le había fallado a mi madre, cuánto daño había hecho a las jovencitas que se enamoraron de mí…!
(—Vamos a casarnos, Efrén. Te lo suplico.
—Sí, Jessica. Pero todavía no. Hay que hacer las cosas bien.
—¡Estoy embarazada! ¿No te das cuenta?
—Pues aborta. Lo que tienes dentro es un simple quiste. Sácalo antes de que sea demasiado tarde.
—¡Es un hijo nuestro!
—Te equivocas. Es sólo una mórula. Ni siquiera tiene alma.
—¿ Cómo puedes estar tan seguro… ?
Y el llanto dolorido de mi novia, tirada en el suelo como un guiñapo, abrazándome las piernas…)
Apreté los párpados fuertemente tratando de controlar esa congoja. Era demasiado peso atado a mi espalda, demasiado arrepentimiento en mi conciencia.
El doctor caminó hacia mí y puso una mano sobre mi hombro en señal de aliento.
Debajo de esa mano de apoyo me vi como un niño desamparado y sentí que mi ser entero se partía de un tajo, pero inhalé muy hondo y no permití que se me escapara ni una sola lágrima.

Juventud En Extasis: Capitulo 5

5
EL ABORTO.

—Hola —dije, fingiendo espontaneidad—. No sabía que ibas a venir.
Me miró asintiendo muy lentamente con un gesto de franca desconfianza. Intenté darle un beso en la mejilla, pero levantó la mano para impedirlo.
—¿Estás enojada?
—¿Cómo quieres que esté?
—Discúlpame por la llamada de hoy. En cuanto comencé a sentir molestias pensé en comunicarme contigo. A mi parecer fue lo más honesto…
Joana endureció aún más su postura.
—¿A las amigas que te infectaron también solías dibujarlas en la clase?
Agaché la vista avergonzado.
—¿De qué me contagiaste, Efrén?
—No te contagié de nada. Quiero decir, las posibilidades son muy remotas, según leí, porque anoche todavía no me había brota¬do el absceso.
—¿De qué estás enfermo?
—Es algo muy común, una simple infección cutánea que se cura con pomadas; aunque insisto, no debes preocuparte —casi me mordí la lengua al mentir. A esas alturas el escozor era tan intenso que apenas me permitía caminar.
—¿Por qué no me lo dijiste de esa forma en la mañana? Tuve la impresión de que me habías transmitido algo muy grave deliberadamente y te estabas burlando de mí…
Me acerqué y la abracé, pero de inmediato noté un olor desa¬gradable en su piel o en su aliento y me separé incómodo.
—En realidad no vine únicamente a reclamar —aclaró—, sino a pedirte ayuda, protección.
—¿Protección?
—Se trata de Joaquín. Últimamente no deja de molestarme. Mis papas dijeron que anoche, mientras anduve contigo, estuvo esperándome frente a mi casa. Hace un rato volvió a buscarme, parecía un maniático. Dijo que me deseaba, que estaba dispuesto a todo por poseerme. Le tengo miedo. No sé cómo pude enamo¬rarme de un sujeto como él. Ahora no logro quitármelo de enci¬ma… Se ha vuelto muy agresivo, como si durante todo nuestro noviazgo hubiese fingido un papel de caballero para…
-¿Para…?
—Para que me acostara con él…
Me quedé callado asintiendo en mi interior. Era muy lógico. Los hombres, después de tener relaciones sexuales con una mujer de quien no estamos enamorados, solemos sentir un mayor deseo por ella y un menor respeto. Yo mismo ya no veía a Joana de la misma forma; la enaltecí y admiré varios meses, durante la fiesta de la vís¬pera se convirtió en mi sueño dorado, en la cenicienta por la que un hombre es capaz de tornarse príncipe, y ahora, después de lo ocu¬rrido, se había vuelto ante mis ojos una simple muchachita casqui¬vana a quien no me costaría trabajo volver a seducir. Los hombres sabemos que es más fácil seguir satisfaciendo nuestra libido con una mujer “degustada” anteriormente que iniciar una nueva con¬quista desde el principio.
—¿Has visto alguna de esas películas en la que el marido tiene una aventura amorosa con una mujer malvada? —le pregunté.
—¿Y que después usa el chantaje para hacerle ver su suerte a él y a su familia? Sí. He visto varias.
—¿Recuerdas lo agradable que parecía comerse la fruta prohi¬bida? ¿Recuerdas lo emocionante, lo excitante, de entregarse con esa pasión? ¿Y recuerdas la pesadilla posterior? Cuando tenemos sexo de manera liviana no sabemos con quién lo hacemos. Tú misma llegaste a pensar que yo quise hacerte un daño intencional para vengarme de algo, desconfiaste con justa razón. Los aficio¬nados a las aventuras sexuales fáciles podemos llevarnos desagra¬dables sorpresas porque quienes se prestan para nuestro juego eventualmente tienen traumas, complejos o intenciones diferentes a las puramente carnales. Al momento del cortejo las personas usan su mejor máscara para salirse con la suya, pero nunca se sabe, sino hasta mucho tiempo después, la verdadera clase de individuo que había detrás del antifaz.
Me sorprendí de los conceptos que estaba externando. Eran casi una confesión. Yo solía actuar así y expresarlo con palabras significaba una fuerte señal de alarma no sólo para la chica sino, sobre todo, para mí.
—Sin embargo, hay algo todavía más importante, Joana —con¬tinué—. Cualquier hombre, después de acostarse contigo, se sen¬tirá con ciertos derechos sobre tu persona, te verá un poco como de su propiedad y, aun cuando ya no quieras saber nada de él, te seguirá deseando y persiguiendo.
—¿Esto te incluye a ti?
—Sí. Por desgracia —sonreí maliciosamente—. Pero ahora ya lo sabes y estás a tiempo de correr…
—No juegues, Efrén—se acercó—. Realmente necesito que me ayudes y protejas…
Me miró a la cara como esperando que la besara pero inmedia¬tamente percibí cierta fetidez emanando de su boca.
Había algo diferente en ella, algo que no noté ayer, pero que definitivamente hoy me causaba repulsión.
Yo medía más de un metro ochenta de estatura y ella parecía casi tan alta como yo. Al verme titubear, recargó su cuerpo en el mío. La abracé mecánicamente.
¿Quién era realmente Joana? ¿Qué quería de mí? Su conducta parecía demasiado extraña para ser normal y una pregunta comen¬zó a flotar en mi mente antes de que me percatara de lo más grave. ¿Había caído en mis redes como supuse anoche o fui yo quien caí en las suyas…?
Entonces ocurrió.
Hice a un lado la cara para intentar separarme y al hacerlo sentí que la sangre se me detenía en las venas. En mi mente se dibujó vividamente una de las ilustraciones del libro de enfermedades venéreas.
En el cuello de la muchacha había infinidad de pequeñas manchitas rosas, como las que se presentan en la piel de las personas que padecen sífilis tardía.
Entre a mi casa agitado y subí la escalera llevando bajo el brazo la cinta sobre el aborto.
—¿Dónde andabas? —preguntó mamá cuando me acerqué a darle un beso.
—Con mis amigos.
—Te ha estado llamando una tal Joana. Me dijo que le urgía mucho hablarte. Me dejó su número.
—Gracias, mami. ¡Ah!, quería pedirte prestada la videocasetera de tu recámara para ver una película.
—Claro. Tómala.
Antes de abandonar el estudio de mi madre miré el libro sobre infecciones de transmisión sexual que había dejado en su sitio ligeramente salido de los demás.
—¿Te ocurre algo?
—No, no. Sólo pensaba que trabajas demasiado. ¿Haces otra traducción?
—Sí. Los gastos de la casa son cada vez mayores.
Me mordí el labio inferior y evadí su comentario dándole las buenas noches.
Cerré la habitación con llave tratando de apaciguar mi revolu¬ción mental y al conectar el aparato a la televisión portátil me di cuenta de que temblaba. Había entrado a un cierto estado de enajenación sexual. Sentía avidez por saber todo lo referente a mi deporte favorito y el tema del aborto, que, aunque se relacionaba sólo indirectamente, me causaba una gran angustia.
Aparecieron en la pantalla las letras que anunciaban la obra. American Portrait Films presentaba El grito silencioso, por el Dr. Bernard N. Nathanson. Me sorprendió ver que el protagonista era un médico ginecoobstetra que después de haber fundado una de las clínicas para abortos más grandes del mundo, practicado con su propia mano más de cinco mil abortos y cofundado la Liga Nacional para el Derecho del Aborto en Estados Unidos, en la actualidad se dedicaba a prevenir a la gente sobre la crueldad de esa práctica. Su cambio radical se debió a que ahora la medicina cuenta con recursos sofisticados, como la ecografía ultrasónica, la inspección cardiaca del embrión por medios electrónicos. la estreostocopía citológica, la inmunoquímica de rayos láser y muchos otros, con los que se ha logrado penetrar hasta el mundo del nonato y entender, a ciencia cierta, que el feto es un ser humano completo, cuyo corazón late, poseedor de ondas cerebra¬les como las de cualquier individuo pensante, capaz de sentir dolor físico y reaccionar con emociones de tristeza, alegría, angustia o ira.
Comenzaron a verse escenas asombrosamente realistas filma¬das en el interior del útero de una mujer, usando un aparato de fibra óptica llamado fetoscopio. Destacaban con increíble nitidez la fisonomía del pequeño, sus pies, sus ojos, su boca, su posición encorvada, su piel suave y delicada. Las imágenes no dejaban duda alguna de que entre ese “producto” y un ser humano completo, con garantías individuales y protegido por las leyes, no había ninguna disimilitud dramática, excepto el tamaño.
Puse una pausa para considerar la posibilidad de seguir viendo la película o retirarla de una vez. Tenía importantes razones para estar a favor del aborto; no quería cambiar mi postura respecto a él y sospechaba que de continuar la sesión me encontraría con serios problemas de equilibrio ideológico. Comprendía, sin em¬bargo, que no era coherente tener ideas tan firmes respecto a algo que en realidad desconocía.
Quité la pausa.
El feto flota en su ambiente acuoso, juguetea con el cordón umbilical y luego se lleva el pulgar a la boca. Succionando su dedo, traga un poco de líquido amniótico. Le sobreviene un ataque de hipo. Siente la mano de su madre que soba el vientre. Patea la mano. Percibe la risa de su mamá como un rumor sordo. Nota cómo ella le devuelve el golpecito y vuelve a patear. Al poco rato pierde interés en el juego y se queda dormido.
El doctor Nathanson menciona que en la actualidad puede considerarse al nonato como un paciente más, y que la ética elemental dicta al médico preservar la vida de sus pacientes.
—Ahora veremos por primera vez —dice—, a través de las modernas imágenes ultrasónicas, lo que hace el aborto a nuestro pequeño paciente. Presenciaremos lo que ocurre dentro de la madre, desde el punto de vista de la víctima.
La operación comienza.
Alternativamente se ven las imágenes de cuanto realizan los médicos fuera y lo que pasa adentro.
El abortista coloca el espéculo en la vagina de la mujer para abrirla y visualizar el cuello uterino. Inserta el tenáculo y lo fija. Mide con una sonda la profundidad del útero y aplica los dilatadores hasta que el camino está listo para introducir el tubo succionador. Mientras, en la pantalla ultrasónica se ve al feto moverse normal¬mente, serenamente; su corazón late a 140 por minuto; está dor¬mido, chupándose el pulgar de la mano izquierda. Repentinamente despierta con una simultánea descarga de adrenalina. Ha percibido algo extraño. Se queda quieto, como si se agudizaran sus sentidos para entender lo que está sucediendo fuera. El aparato ultrasónico capta la imagen de la manguera succionadora abriéndose paso a través del cuello con movimientos oscilantes, hasta que se detiene tocando la bolsa amniótica. Entonces la enorme presión negativa (55 mm de mercurio) rompe la membrana de las aguas y el líquido, donde flotaba el niño, comienza a salir. En ese preciso instante el pequeño rompe a llorar. Pero su llanto desesperado y profuso no puede oírse en el exterior. Inicia giros rápidos tratando de huir de eso extraño que amenaza con destruirlo. Su ritmo cardiaco sobre¬pasa los 200 latidos; sigue llorando, su boca se mueve dramática¬mente y hay un momento en el que queda totalmente abierta. Los aparatos detectan un grito que nadie puede escuchar. Los violentos movimientos del producto provocan que constantemente se salga de foco. Puede observarse a la perfección la forma en que trata de escapar, convulsionándose para evitar el contacto con el tubo letal, pero su espacio es reducido y el agresor lleva todas las de ganar. Finalmente la punta de succión se adhiere a una de sus piernitas y ésta es desprendida de un tajo. Mutilado, sigue moviéndose cada vez con menor rapidez en un medio antes líquido y ahora seco. La punta del aspirador nuevamente trata de alcanzarlo; los médicos la introducen buscando a ciegas; les da lo mismo arrancar otra pierna, un brazo o parte del tronco; para el asesinato en sí no existe ningún procedimiento técnico. El producto sigue llorando en una agonía impresionante que nunca antes había sido posible contem¬plar. El tubo vuelve a alcanzarlo, esta vez enganchándose en un bracito que también es desprendido. Negándose a morir, el cuerpecito desgarrado sigue sacudiéndose. La manguera jala el tronco tratando de arrancarlo de la cabeza. Al fin lo logra. El desmembramiento es total.
Entre el abortista y el anestesista se utiliza un lenguaje en clave para ocultar la triste realidad de lo que está sucediendo.
—¿Ya salió el número uno? —pregunta el anestesista refirién¬dose a la cabeza.
Ésta es demasiado grande para ser succionada por la manguera, de modo que el abortista introduce los llamados fórceps de pólipo en la madre. Sujeta el cráneo del pequeño y lo aplasta usando las poderosas pinzas. La cabeza, con todo su contenido, explota como una nuez y los restos son extraídos minuciosamente. El recipiente del succionador termina de llenarse con los últimos fragmentos de sangre, hueso y tejido humano del recién asesinado.
La embarazada que permitió que la filmaran era una activista de los derechos de la mujer. Cuando vio la grabación quedó tan impresionada y triste que se retiró de su grupo para siempre. El médico que practicó la operación era un joven que, a pesar de su juventud, había realizado más de tres mil abortos. Cuando pudo observar con los modernos aparatos lo que sucedía realmente en el interior de la madre, se retiró de su actividad conun remordimiento demoledor.
Por mi parte, no soporté más y adelanté la cinta.
Las escenas posteriores eran mucho más desagradables.
Se trataba de otro tipo de aborto, un legrado visto desde fuera.
Podía observarse la gran cantidad de sangre y líquido mezclado con pedazos de feto saliendo de entre las piernas de la madre. Finalmente, la cabeza completa.
Apagué el televisor y me dirigí al baño. Estuve inclinado en el lavabo durante varios minutos.
Al salir volví a encender el aparato y con cautela adelanté la película hasta el sitio en que ya no había más tomas reales.
Los protagonistas comentaban:
—”En Estados Unidos se calcula que antes de que esta práctica se autorizara había cerca de cien mil abortos ilegales anualmente y diez años después se registraban más de un millón y medio. Considerando que por cada aborto se cobra de trescientos a cuatrocientos dólares, tenemos una industria que por sus ingresos (de quinientos a seiscientos millones de dólares) figura entre las más poderosas y lucrativas del mundo. Lo anterior ha hecho que la millonada mafia oculta detrás de este teatro del crimen promueva los movimientos feministas y consiga bloquear gran parte de la información referente a lo que realmente es un aborto. Millones de mujeres han sufrido perforación, infección o destrucción de sus órganos reproductores como resultado de una operación de la que no estaban bien informadas. ¡La operación más frecuente en los países desarrollados nunca ha sido transmitida por televisión cuando, por ejemplo, los trasplantes cardiacos o de córneas, que son raros, se muestran al público orgullosamente! Y, por desgra¬cia, se cree que la cantidad de abortos seguirá creciendo, pues la mayoría de la gente es perezosa para instruirse y actúa sin saber lo que hace. Éste es un camino fácil que permite a las personas ignorantes seguir ejerciendo libre e irresponsablemente su sexua¬lidad. Pero los jóvenes instruidos no pueden estar a favor de algo así, no pueden ni siquiera mostrarse neutrales, pues la neutralidad sólo ayuda al agresor.”
Posteriormente se presentaban dramáticos testimonios reales de mujeres que abortaron. La mayoría de ellas manifestaba preocupa¬ción, recuerdos penosos, pesadillas posteriores, visitaciones y alucinaciones del niño abortado.
No lo soporté más.
Apagué el televisor hecho un mar de confusión. ¿Cómo había permanecido tanto tiempo apoyando algo así?
No tuve la menor duda de que el origen de todos los pecados del hombre está en la ignorancia. Hasta los mismos médicos abortistas practican su labor con una venda en los ojos oliendo el delicioso aroma del dinero. Pero el hombre no es malo cuando sabe. Es malo por ignorante…
Sentí unas ganas terribles de meterme entre las cobijas y llorar.
Hacía apenas unos seis meses había pedido un préstamo a mi madre diciéndole que era una cuota que exigía la Universidad.
Se lo di a mi ex novia, Jessica… para que abortara un hijo mío…


Juventud En Extasis: Capitulo 4

4
“VIVE LA VIDA MIENTRAS SEAS JOVEN”.

Salí del consultorio una hora después. Frente a una humeante taza de café la chica de la entrada aguardaba que el médico terminara su última consulta para poder retirarse. Pagué los hono¬rarios fingiendo premura y quise huir del lugar inmediatamente, deseoso de que no se fijara mucho en mí.
—¿Tu próxima cita para qué día la anoto? —preguntó cuando ya me escabullía.
Di la vuelta nervioso, con la cabeza agachada, pero al hacerlo derramé café sobre el escritorio.
“¡Estúpido, estúpido!”, me dije una y otra vez conduciendo el automóvil de regreso a casa.
Extraje un casette de la cajuela de guantes y con violencia lo introduje al aparato de sonido.
Había una larga fila de vehículos delante del mío. Los coches avanzaron tres metros. Traté de calmarme. Aceleré dos segundos y volví a frenar cooperando con la lenta, desesperante, procesión de la autopista. Miré el reloj sin poder reprimir un largo suspiro. A ese paso tardaría más de cincuenta minutos en llegar a casa. Pero estaba bien. Necesitaba tiempo para meditar. Comenzó a escu¬charse música electrónica ambiental. Traté de reconstruir en mi mente lo sucedido esa tarde. Todo era digno de análisis. Desde las extrañas recomendaciones del médico hasta el penoso accidente del café.
—¿Duele?
—Mucho —contesté.
El doctor, con guantes y algodón en mano, agachado trataba de identificar la naturaleza de mis llagas que, por cierto, se hacían cada vez más intolerables. Las pústulas habían reventado la epi¬dermis y supuraban un líquido blancuzco. Eché un vistazo con cierta repugnancia. ¿Por qué me había pasado esto? La piel enro¬jecida en toda la zona parecía a punto de reventar y, después de ser apretada por los dedos del terapeuta, las gotas de pus corrían hacia abajo, dejando unos hilillos brillantes antes de perderse entre la vellosidad.
—¿Sabe qué tengo, doctor?
—Sí… aunque parece que esto es obra de dos o más micro¬organismos distintos.
—¡Maldición! —espeté.
—¿Quién te contagió?
—No lo sé. Pudo haber sido una prostituta hace tres meses o alguna de las chicas con las que he tenido sexo los últimos días.
El doctor Marín movió la cabeza.
—Debes informar a tus amigas para que se revisen… y procurar tener una vida sexual más moderada.
Su comentario me incomodó.
—Mi vida sexual es perfectamente normal —respondí—. Todos los jóvenes llevamos una similar.
—¿Y por qué?
Me encogí de hombros sin ganas de discutir eso.
—¿Sólo por placer? —insistió el hombre.
—En parte —contesté—. Aunque creo que nuestra verdadera meta es aprender. Todos sabemos que debemos adquirir suficiente experiencia mientras seamos solteros para poder satisfacer a nuestras parejas en el futuro.
Me miró con fijeza y cruzó las manos sobre su carpeta haciendo una pausa en la redacción de mi historia clínica. El repentino interés que adiviné en su rostro me dio ánimo para alzar la voz:
—Las mujeres también se “entrenan” intensamente. Ninguna quiere llegar con los ojos vendados al matrimonio, como ocurría antaño. Además, existe una enorme competencia entre amigos respecto a quién es mejor en la cama y sólo un tonto se quedaría atrás mientras los demás se superan.
El doctor Asaf Marín bajo Ia vista sonriendo en ademán de desacuerdo. Se tomó su tiempo para responder, pero cuando lo hizo me dio la impresión de estar verdaderamente preocupado por el giro que había tomado la conversación.
—Efrén, ¿tú sabes cuál es mi especialidad?
—En su tarjeta dice “Disfunciones sexuales”.
—¿Y sabes qué es eso?
Lo suponía, pero preferí quedarme callado.
—Doy tratamiento a parejas que no se acoplan sexualmente. Todos los días, desde hace muchos años, escucho diferentes historias de hombres que no satisfacen a sus mujeres y viceversa. Ahora, entiende lo que te voy a decir: en gran cantidad de esos casos el problema radica precisamente en eventos traumáticos de la juventud.
Ladeé la cabeza no dispuesto a dejarme impresionar.
—De acuerdo —contesté impertérrito—, pero usted es científi¬co y no puede estar en contra del aprendizaje. Querer saber más nunca podrá ser un “evento traumático”.
—¿Saber más? ¿No sabes lo suficiente? ¿Quieres aprender? ¿Aprender qué…? ¿A insensibilizarte? ¿A ver a tu pareja como un objeto didáctico? ¿A memorizar técnicas calculadas y frías…? ¡Para tener relaciones sexuales no se necesita saber, muchacho; se necesita sentir…! Así de simple. Los hombres que miden cada movimiento y evalúan todas las reacciones de su compañera son los peores amantes. Cuantos más episodios carnales protagonices sin amor, más te endurecerás, y en el futuro te será imposible expe¬rimentar la belleza de una pasión. No sé si me entiendas, pero muchos de mis pacientes conocen técnicas sexuales sofisticadas, tienen esa “sapiencia” de la que me hablas, pero han perdido la capacidad de sensibilizarse, de emocionarse. Toda su pericia les ha servido sólo para mecanizar un acto que debería estar lleno de espontaneidad, ardor y vida…
Tardé unos segundos en contestar. Mi voz sonó menos altiva pero aún enérgica:
—A las mujeres les gusta acostarse con hombres diestros. Ellas valoran mucho nuestra experiencia.
—Eso es un mito.
—¡Es verdad!
—Pues temo decirte que estás en un grave error. Las mujeres que se entregan totalmente a un hombre lo hacen buscando una entrega igual. Si eres capaz de hablarle con el corazón a tu pareja, si puedes ser cortés y considerado, si sabes, en suma, hacerla sentir como una dama, podrás llevarla al éxtasis más fácilmente que si conoces al dedillo, por ejemplo, el difícil arte del sexo oral y quieres aplicarlo con ella de manera presuntuosa. El hecho de que un hombre se haya acostado con muchas mujeres no indica que sea un buen amante. Al contrario. Las aventuras sexuales del pasado se graban en la mente como recuerdos. Yo los llamo “basura de reminiscencia”. Es basura porque estorba y a veces apesta. La cantidad de episodios no significa necesariamente calidad.
Me quedé callado durante unos segundos. Los argumentos del médico eran demasiado contundentes para rebatir a la ligera, pero yo estaba convencido de que las ideas de continencia no provenían sino de prejuicios sociales y santurronería religiosa. Además, yo era diestro en convencer muchachas. ¡Tenía que decir algo!
—Sin embargo —retomé tomando aire—, a todos los varones se nos recomienda “vivir la vida” mientras somos jóvenes. Las mismas mujeres no quieren correr el riesgo de unirse a un tipo inmaduro que no conoció el mundo y que ya casado pueda desear conocerlo. Los hombres que están hartos de sexo y parranda son los mejores maridos pues ya lo han vivido todo.
—Este punto es otro mito social —contestó inmediatamente el doctor, con tal convicción y energía que me dejó pasmado—. Las familias estables jamás se fundamentan en parrandas previas. Al contrario. Un hombre acostumbrado a la juerga es más propenso a seguir en ella después de casado.
La sangre me enrojeció el rostro como si estuviese frente a un agresor propuesto a echarme en cara que mi vida entera era un error.
—Yo sigo pensando —contesté mordiendo las palabras— que un hombre casto, ignorante de las mujeres, tarde o temprano le será infiel a su esposa para saciar su curiosidad en otras
-Es posible -admitió-, pero no lo tomes como una regla Para ilustrar mejor lo que quiero decirte te voy a exponer el caso que tuve hace poco con dos pacientes varones. Ambos comenza¬ron a tener discusiones muy serias con sus esposas después de unos meses de haberse casado. Uno de ellos en su soltería perteneció a pandillas, fue un experto seductor, visitaba con frecuencia los bares y cantinas. El otro se dedicó al estudio y al deporte; además, durante muchos años tocó la guitarra con sus amigos bohemios y en ocasiones lo hizo también para la iglesia local. Posteriormente, en sus peleas matrimoniales, los hombres se alteraban tanto que más de una vez llegaron al grado de salirse de sus casas furiosos. ¿Adonde crees que se dirigía uno y otro? Como es evidente, el primero acudía a las prostitutas, se ahogaba en licor y no regresaba con su esposa sino varios días después. En cambio el segundo corría por las calles amainando su coraje con ejercicio y a veces se refugiaba en la quietud de un templo para reflexionar y recuperar la calma. Son casos extremos, pero reales. A mí me consta. Si vives antes de casarte de manera equilibrada, divirtiéndote pero limpiamente y con medida, es muy difícil que después de unirte a una mujer te corrompas. Y, por el contrario, si vives en desenfreno insano, cuando se presenten los problemas maritales tendrás la tendencia a huir por la puerta falsa del libertinaje. En los países desarrollados el ambiente juvenil se ha degradado tanto que ya es muy difícil hallar matrimonios jóvenes exitosos; los muchachos se acostumbran a tal depravación y desvergüenza que después de casarse, como es lógico, no logran superar sus hábitos promiscuos. Ahora te pregunto: ¿cuál de mis dos pacientes crees que salvó su hogar? ¿El que parrandeó de joven o el que tuvo una vida ordenada?
La respuesta era tan obvia que me negué a contestarla. Eso cambiaba de manera importante el panorama de mis posibles decisiones futuras.
—Recomendarle a un muchacho que “viva la vida” antes de casarse —remató al verme callado—, en el sentido de que se harte de placeres probando de todo, es tan absurdo como sugerirle a alguien que beba alcohol una y otra vez para que después del matrimonio ya no sienta la curiosidad de embriagarse. ¿Crees tú que esto funcionaría?
Moví la cabeza negativamente.
—El que se ha hecho esclavo de una adicción no se librará de ella sólo por firmar un contrato.
—¿Podría decirse entonces —pregunté tratando de adherirme a la idea de que no todos mis juicios podían haber estado mal— que el sexo sin amor es un vicio y que abusar de él puede condicionar al cuerpo a dosis cada vez mayores, como ocurre con las drogas?
—Es una forma muy buena de explicarlo. Pero el problema no termina ahí. Los varones que han abusado del sexo suelen estar tan acostumbrados a pensar sensualmente que se excitan con facilidad ante cualquier estímulo y buscan su satisfacción una y otra vez sin importarles lo que opine la mujer. Y no porque sean egoístas, sino porque su cuerpo así se lo exige. Ese requerimiento físico lleva más fácilmente a la infidelidad matrimonial que el hecho de no haber conocido mujeres anteriormente, como dijiste tú.
Sentí un calor bochornoso y una ligera falta de aire. Me abaniqué con la mano. Tuve deseos de salir para no pensar más en el asunto.
—Sin embargo —dije con una voz mucho más apocada—, a ellas les agrada que el hombre dé la pauta, les gusta ser enseñadas, dirigidas, y si éste llega al matrimonio sin conocer siquiera la anatomía de la mujer, ¿cómo va a conseguir hacer bien su papel?
—El varón no puede darse el lujo de ser ignorante, eso es verdad; debe leer e instruirse, pero sobre todo debe estar siempre consciente de su condición de caballero para tomar la iniciativa. Lo demás no necesita escuela. Es algo natural. Experimentar el sexo por primera vez es como ir a Disneylandia por primera vez: todo es fascinante, todo lo disfrutas intensamente, todo es motivo de investigación y entusiasmo. Si lo haces con alguien a quien amas, las emociones vividas irán sin basura, serán genuinas, de ustedes dos, ¿me entiendes? En cambio, si has ido a Disneylandia treinta veces, acompañado de treinta personas diferentes, y por último acudes con tu mujer definitiva, el suceso será muy distinto: le indicarás a qué juego subirse, en qué fila formarse y hacia dónde mirar. Tu ventaja quizá le ayude a ella en cierto aspecto y a ti te haga parecer superior, pero como pareja no sentirán complicidad ni confianza mutua. Las personas se unen en amor verdaderamente sólo cuando aprenden juntas, cuando comparten acontecimientos trascendentes para ambos, y no cuando uno le demuestra al otro su experiencia…
Agaché la cabeza sintiéndome aplastado por tan incontroverti¬bles juicios. Luego me invadió el enojo. Había venido buscando la cura de una infección genital y el doctorzucho parecía más interesado en curar mi alma. Repentinamente una idea astuta me hizo recuperar el ánimo.
—Tal vez funcione cuando ambos son primerizos. Pero, ¿qué pasa si el hombre cándido e idealista se espera para ir a Disneylandia con su “princesa” y se da cuenta, después, de que ella fue ya treinta veces antes que él? Yo lo siento mucho pero no voy a arriesgarme a ser el idiota que necesite ser enseñado por una mujer experta.
—Por supuesto —me respondió sin ocultar un dejo de molestia en su tono—. Si piensas casarte con una loba sexual, te recomiendo que salgas a la calle ahora mismo a buscar las más pedagógicas experiencias; debes estar preparado por si tu mujer te aplica una llave erótica o te muerde en el sitio recóndito que enloquecía a su amante anterior.
No pude evitar sonreír, aunque me sentí un poco agredido.
—No bromee, doctor.
—No bromees tú. Los hombres jóvenes aprecian mucho más la pureza de lo que están dispuestos a aceptar; si aspiras a hallar una compañera respetable, ¿cuál es la urgencia por adelantártele? Aprende a esperar por ella. Vive la vida intensamente en el aspecto sexual, y en todos los demás, pero a su lado; partan el pastel unidos y cómanselo a la vez.
—Eso suena muy hermoso —me reí de él—, sólo que está fuera de época. ¡Ya no existen mujeres respetables, doctor!
Había metido un gol, y lo sabía. De haber estado presentes mis amigos hubieran aplaudido. Sin embargo, al médico no pareció inmutarle mi sarcástica expresión de alegría; alzó la voz como la autoridad que era y espetó:
—Ése es otro gran mito social, amigo. Existen toda clase de mujeres y cada quien se enlaza a aquélla con cuyos valores se identifica. Los jóvenes como tú es obvio que terminen uniéndose a una chica experimentada. No te molestará al principio, pero después de Ia luna de miel, en cuanto te adentres con ella en la difícil convivencia real, estarás expuesto a los celos retrospectivos. Aunque intentes controlarlos, tu naturaleza masculina los aflorará una y otra vez. Tal vez nunca lo confieses, pero te atormentarás al imaginar las jugosas experiencias sexuales que vivió tu esposa con otros y pensarás mil tonterías, tales como “¿en brazos de quién habrá tenido sus primeras (y más emocionantes) relaciones?”, “¿no recordará al tocar mi cuerpo el de otro hombre que la hizo vibrar antes que yo?” Pensamientos absurdos pero dolorosos, a los que muchos varones nunca llegan a acostumbrarse.
—Vamos, doctor, ésos me parecen verdaderos casos de enfer¬medad psíquica.
—Llámalos como quieras, Efrén, pero no te imaginas lo fre¬cuentes que son…
Aún no alcanzaba a comprender por qué me molestaban tanto sus contundentes comentarios. Agaché la cabeza esforzándome por extraer de mi banco de memoria alguno de los muchos argu¬mentos con los que convencía a las chicas. Solía decirles: “No hay nada de especial en entregar el cuerpo antes o después. La libertad sexual es parte de la vida moderna y las personas inteligentes, sin complejos, la aceptan”.
—¿Está usted diciendo que la virginidad es el sello de garantía? —pregunté como último recurso en son de burla—. Ésas son ideas antediluvianas, doctor.
—No trates de salirte por la tangente, mi amigo. Nadie dijo eso de la virginidad. Hay hímenes tan duros que es materialmente imposible penetrarlos; los hay tan elásticos que han resistido una vida sexual activa sin romperse; algunos se rasgan con facilidad (incluso con ejercicios leves), éstos sangran al partirse, aquéllos no; mientras unos producen dolor, otros ni siquiera dan señas en su ruptura. Darle importancia a esa membranilla sí es antediluviano, porque la entereza de una persona, hombre o mujer, no se mide con fronteras físicas, sino con lineamientos mentales.
Camino a casa decidí que, al menos mientras me curaba de mi enfermedad, me daría unas vacaciones en el deporte de “cazar chicas” para reflexionar. No me percaté de que estaba a punto de finalizar mi recorrido de regreso.
—Mucho me temo —le dije al doctor para dar por terminada la discusión— que hay pocas personas que piensan como usted Además, con esto de los anticonceptivos y el aborto, el sexo se ha convertido en algo muy practicado.
—Los anticonceptivos son una cosa y e! aborto es otra ¿Tú permitirías que una de tus amantes abortara un hijo tuyo?
—¿Por qué no? Si el niño debiera sufrir maltratos y privaciones por ser indeseado, sería preferible que no naciera.
El doctor Asaf Marín se limitó a asentir. Tomó una receta y escribió sus recomendaciones.
—Hazte los análisis el lunes a primera hora y ven a verme el martes con los resultados. Por lo pronto aplícate esta pomada en la zona irritada.
—¿Es grave lo que tengo?
—Seguramente se trata de herpes, pero necesito los resultados para diagnosticar en forma completa.
—¿Herpes? Leí que es una enfermedad incurable y recurrente.
—Sí, pero podemos controlarla bastante bien y, comparada con otra, es prácticamente inocua.
Nos pusimos de pie para despedirnos.
—Tengo aquí una película que me gustaría que vieras —me dijo abriendo el cajón de su escritorio y extrayendo una cinta—. Es sobre el último comentario que me hiciste. Me gustaría oír tu opinión después de que la veas.
—¿Sobre el aborto? —me encogí de hombros—. Es inútil, doctor. Tengo ideas perfectamente claras al respecto y nada ni nadie me hará cambiar de opinión.
—No pretendo que cambies tus ideas, sólo te pido que veas la película.
—De acuerdo —la tome—. Gracias…
Entré a las calles de mi colonia y encendí la radio en una estación moderna.
Cuando llegué a mi casa me quedé frío y apagué la música inmediatamente.
Joana estaba de pie, en la puerta, esperándome.

Juventud En Extasis: Capitulo 3

3
INFECCIÓN VENÉREA.

Aun debajo de las sábanas las imágenes mentales volvían a hacerme presa fácil. Salté de mi cama, fui al baño y me mojé la cara. ¡No era posible que mi perversión llegara al grado de seguir recreándome en los recuerdos de esa joven desnuda justo cuando, además de haber comprobado un serio problema de codependencia, había pescado una enfermedad venérea.
Me sequé la cara con l toalla de mano.
¿Y si era SIDA? Tragué saliva angustiado mirándome al es¬pejo.
Pocos meses atrás había conocido ese mal en forma directa. Un primo mío se consumió y apagó ante los ojos de toda la familia, como una flor marchita, sin que nadie pudiese hacer nada por ayudarlo; bajó de peso y adquirió una infección pulmonar que literalmente lo fulminó. Antes de que expirara, fuimos a verlo al hospital; para entrar se exigían las más impresionantes precaucio¬nes, entre otras un traje desechable con el que la visita se envolvía en forma total. Mi primo parecía no sólo física sino psicológicamente acabado. Cargaba en la conciencia el drama de tener sólo treinta y dos años y haber adquirido la enfermedad antes de casarse. Los estudios sanguíneos no la detectaron y los primeros síntomas aparecieron después de nacer su primer hijo (ya infecta¬do) y cuando su esposa (infectada también) se hallaba embarazada del segundo. Fue una verdadera tragedia. Y mi primo no era homosexual o drogadicto; era simplemente un joven como cual¬quier otro que de soltero solía seducir a sus amigas y visitar ocasionalmente a las prostitutas.
Me froté el cabello angustiado. Historias como ésa eran casos extremos y no se necesitaba ser un genio para entender que ninguno que guste de variar su pareja sexual está exento de protago¬nizar una parecida. ¡Aquel virus funesto puede adquirirse y albergarse en estado latente por varios años sin que su portador lo sepa…!
Era sábado, y aunque aún no daban las siete de la mañana, me apresuré a marcar el teléfono de José Luis.
Una voz gutural me contestó desganada.
—¿Bueno?
—Soy Efrén Alvear. Disculpa que te llame a esta hora pero necesito consultarte algo…
Hubo un silencio incómodo en la línea.
—¿De qué se trata,..? —el tono de mi interlocutor se oía formal. Ahora no éramos dos compañeros de juerga animados por el sarao, sino un pupilo imprudente y un profesor fastidiado—. Ayer te escapaste de la fiesta con Joana muy temprano —comen¬tó—, ¿les ocurrió algo?
—No, es sólo que… Me siento muy mal. Temo que pesqué una enfermedad venérea…
—¿Qué es lo que te pasa?
—Comezón intensa, fiebre, sudoración…
—¿Nódulos linfáticos inflamados?
—El de la ingle izquierda.
—Pues tienes que ver inmediatamente a un doctor.
—¿Tú crees que sea grave?
—Puede ser tan sencillo que mañana rías de ello o tan serio que te haga llorar por el resto de tu vida… Una cosa sí es segura. Si te acostaste con Joana ella no te contagió a ti, pero tal vez tú a ella sí.
—Dime lo que sabes de esto. Eres médico y amigo. No me gustaría tener que consultar a un desconocido.
—Soy biólogo. Lo que yo puedo decirte lo hallarías en un libro de texto elemental. Por Dios, no me salgas ahora con que no puedes informarte como lo haría cualquiera que supiese leer…
—Puedo hacer eso, pero no creo que me ayude mucho.
—¡Pues consulta a un maldito médico! Es antisocial, estúpido y peligroso no buscar ayuda cuando sospechas tener una enferme¬dad de esa clase. ¿Estás enterado de que tu responsabilidad no termina con curarte sino que además debes avisar a todas las personas con las que te has acostado en el último año, para que éstas a su vez avisen a quienes han compartido el lecho con ellas? ¡Hay individuos que prefieren no atenderse con tal de que nadie sepa su problema! La sífilis, por ejemplo, se manifiesta con un grano sumamente contagioso que no produce dolor. Muchos firman su sentencia de muerte tolerando el chancro y permitiendo que la enfermedad avance a etapas superiores. Lo peor es que algunas mujeres no se dan cuenta de lo que tienen porque les brota en el interior del cuello uterino. Lo siento, Efrén, pero si me llamaste para un consejo: atiéndete. Nada más. Los padecimientos venéreos suelen venir acompañados de una fuerte carga de vergüenza y culpa. Por eso la mayoría lo piensa mucho para ir al médico y pierde un tiempo valioso. En algunos casos al avanzar a las fases de mayor peligro desaparecen los primeros síntomas. el enfermo se cree curado y guarda su secreto propiciando así terribles epidemias…
— ¡Caray! —me lamenté como para mí—. Esto no me estaría pasando si hubiese adquirido el hábito de cargar siempre preser¬vativos.
—No seas iluso, Efrén. El condón evita muchas infecciones, pero no es infalible. ¿Qué pasa si se rompe, si se sale, si antes o después del coito existe roce o intercambio de fluidos? Tú sabes que todo eso ocurre. Además se han detectado indicios de virus HIV en la saliva de las personas que padecen SIDA, y eventual-mente este virus podría entrar a tu cuerpo a través de alguna herida abierta. El condón ayuda, pero confiar ciegamente en él es como apuntarse a la cabeza usando un revólver que tiene, al menos, una posibilidad de dispararse. Apréndete esto muy bien: si te llevas a una chica a la cama puedes embarazarla (porque no hay ningún método anticonceptivo cien por ciento seguro) o puedes adquirir una enfermedad venérea.
—¿Tratas de sugerirme el celibato? —me reí.
—Lo único que intento decirte es que si tuviste el valor de arriesgarte, ten el valor de enfrentar las consecuencias. Segura¬mente no se trata de nada grave, pero te repito que así como es una infección, podría ser un embarazo indeseado. Son los riesgos de la ruleta rusa a la que nos gusta jugar…
Resultaba tonto tratar de rebatir razonamientos tan objetivos.
—Gracias, José Luis —murmuré.
—De nada. Y atiéndete hoy mismo si es posible.
Colgué el aparato y permanecí quieto como una estatua de hielo varios minutos. Después caminé al estudio de mi madre y busqué un libro actualizado sobre enfermedades de transmisión sexual.
Era agradable entrar a ese sitio. Los estantes estaban etiqueta¬dos prolijamente y cada cosa se hallaba en su lugar.
Leí con avidez la introducción del tomo:
Los medios de comunicación, en su afán de vender, han convertido el sexo en su mejor gancho. Se calcula que un adolescente promedio observa, a través del cine y Ia televisión, diez mil escenas provocativas anualmente: a los veinte años ha visto más de cien mil y se ha convencido de que el sexo extramarital es algo fascinante. Pero lo delicado del asunto es que esta manipulación publicitaria está exenta de Ia más mínima información respecto a los peligros del libertinaje sexual. En el mundo hay decenas de millones de contagios venéreos al año y fallecen por esta causa cientos de miles de personas.
Interrumpí la lectura y adelanté páginas del libro nerviosamen¬te. Me desilusioné al ver que la explicación de cada padecimiento se presentaba en forma excesivamente amplia.
Era más mi urgencia psicológica que mi interés intelectual, así que busqué sólo el resumen de cada capítulo tratando de identificar mis síntomas.
El primero decía:
GONORREA:
Infección aguda del conducto genitourinario (y garganta en caso de que haya habido sexo oral). El gonococo puede trans¬portarse de las manos a los ojos, nariz, etcétera. Se manifiesta con escozor en Ia uretra, fluido cremoso, comezón o ardor al orinar. Algunos hombres y un elevado porcentaje de mujeres no presentan síntomas. Puede infectarse toda el área de Ia pelvis y los conductos seminales produciendo esterilidad irre¬versible. Sin saber por qué, Ia blenorragia viene acompañada
con frecuencia de oirás enfermedades como Ia uretritis, que en su fase crónica puede producir artritis aguda, síndrome Reiter (deformidades permanentes de las articulaciones) y embarazos ectópicos, en los que el producto muere irremediablemente y se precisa intervenir a Ia madre para salvarla. Por lo anterior se recomiendan análisis minuciosos de sangre y tratamiento exhaustivo con antibióticos.
Moví la cabeza ansiosamente. Podía tratarse de gonorrea. Sentía escozor, pero estaba exento de fluidos cremosos. Me pregunté si para diagnosticar se requería la presencia de todos los síntomas o sólo de algunos. No me detuve a investigarlo. Pasé las hojas con rapidez hasta llegar al final del siguiente capítulo. Seguí leyendo:
SÍFILIS:
PRIMERA ETAPA: No detectable con análisis de sangre. Aparece una llaga de borde duro en el pene o vulva (algunas mujeres presentan un chancro muy infeccioso pero no visible). Se inflaman los nódulos linfáticos de Ia ingle. A los pocos días el brote desaparece totalmente y hay una curación aparente.
SEGUNDA ETAPA:
El virus se encuentra en Ia sangre. Produce dolores de cabeza y articulaciones; brotan verrugas indoloras en Ia nariz, ano, vulva o boca. Con frecuencia puede verse un salpullido rosáceo en Ia piel. Todos estos síntomas desaparecen espontá¬neamente.
TERCERA ETAPA:
Entre 2 y 20 años después se desarrolla un cáncer de hueso o piel muy parecido a Ia lepra y hay degradación mental (pues se ha afectado Ia médula y el cerebro).
El diagnóstico precoz de Ia enfermedad es importante. Se cura con elevadas dosis de penicilina en su primera y segunda fase.
¡Caray! Si era sífilis me sometería religiosamente al tratamien¬to. Lo importante era que se curaba. Preso de un evidente ataque de hipocondría, salté varios capítulos. Todos esos diablillos eran niñerías. Lo que me urgía hallar era otro, el monstruo mayor, el demonio mismo en persona. Las manos me temblaban.Había comenzado a sentir sudoración fría. Ahí estaba: “SÍNDROME DE INMUNODEFICIENCIA ADQUIRIDA”. La simple idea de haber sido atacado por ese virus me quitaba el aire. Leí:
Enfermedad incurable y fatal que se transmite por contacto de algún líquido corporal infectado con otro (intercambio entre sangre, semen o flujo vaginal). El crecimiento de casos de SIDA es alarmante. Se calcula que por cada diez personas enfermas hay de cien a ciento cincuenta más que han sido Contagiadas y que sin saberlo son transmisoras del virus. Las primeras manifestaciones son fiebre y sudoración nocturna, nódulos linfáticos inflamados al menos en tres lugares del cuerpo; pérdida de peso; diarrea crónica, disminución del número de glóbulos blancos.
El mal evoluciona hasta su forma última a veces en varios años, propiciando graves infecciones generalizadas y un cán¬cer conocido con el nombre de sarcoma de Kaposi.
Levantándome de un salto tomé el directorio telefónico. Me hice de una hoja en blanco para anotar en ella el número de los médicos que vivían por la zona, pero entre toda la pulcritud del sitio no hallé a la mano una sola pluma. Abrí el cajón lateral del escritorio y encontré en él la bolsa personal de mi madre. Me detuve indeciso por un momento, pero finalmente la abrí para hurgar en ella. Había artículos de maquillaje, lápices, papeles doblados, colores y muchas tarjetas de presentación; comencé a barajearlas: empresarios, artistas, escritores, pintores, psicólo¬gos. ¿De dónde conocía mi madre a tanta gente?
Seguí pasándolas distraído. Tomé una gris que por su elegancia se distinguía entre las demás y no pude evitar arrugarla apenas leí lo que decía. Era difícil de creer, pero ahí estaba:
Dr. Asaf Marín
Disjunciones sexuales
Tratamientos individuales y de parejas

Extraje la pequeña cartulina de presentación y me la eché a Ia bolsa Volví a mi cuarto Era muy temprano para hacer cita con el médico, aunque podía aprovechar el tiempo hablando con Joana. Chasqueé Ia boca furioso. Tenía que hacerlo y mientras mas pronto mejor, pero primero precisaba asimilar el compromi¬so, digerir La idea, convencerme de que no tenía otra opción.
Regresé al estudio por el libro de enfermedades y lo llevé conmigo hasta el teléfono. Me senté a hojearlo indeciso de marcar.
Leí:
HERPES:
Enfermedad incurable producida por un virus (hsv-2) pa¬riente del herpes símplex (hsv-1) que ocasiona las conocidas aftas, llagas, o ulceraciones pequeñas que se forman en labios y lengua. El herpes genital produce los mismos síntomas pero en grado superlativo. El virus se aloja posteriormente en el ganglio pudiendo resurgir en brotes recurrentes durante toda Ia vida. El tratamiento es puramente sintomático.
Interrumpí la lectura para pasar las hojas ávidamente, cayendo en un estado de desesperación y desorden.
CHANCRO BLANDO:
Granos delicados que se revientan ocasionando llagas suaves y dolorosas. Las ingles se inflaman. El chancro va frecuentemente acompañado de sífilis.
Ladillas… Piojo púbico… Hepatitis B… Verrugas venéreas… Linfogranuloma…
Era demasiado. Cerré el volumen y tomé el teléfono. Marqué el número de mi amiga sabiendo que seguramente la encontraría dormida. No me equivoqué.
—¿Me puede comunicar con Joana?
—Aún no se levanta. Habla su papá. ¿Gusta dejarle algún recado?
Imaginé decirle: “Sólo llamaba para informarle que ayer, al hacerle el amor, le contagié una infección sexual”. Sonreí con malicia.
—No, señor. Sólo dígale que se comunique con Efrén, que me urge hablarle.
—Espere un momento. Déjeme ver si lo puede atender.
A los pocos minutos la voz de mi amiga se escuchó por el auricular.
-¿Efrén?
—Sí, soy yo. Necesito verte.
—¿Por qué no me hablas más tarde para ponernos de acuerdo?
—No. No es lo que te imaginas… Es sólo que… —me detuve.
Parecía incorrecto darle la noticia por teléfono.
—¿Pasa algo malo?
—¿Tú crees que alguien pueda estar escuchándonos?
Titubeó.
—No. No creo. ¿De qué se trata?
—Tienes que ir a ver a un doctor. Acaba de declarárseme una enfermedad que yo ignoraba… ayer.
En el aparato se escuchó sólo un largo y tenso silencio. Seguramente Joana se había quedado sin aliento.
—¿Estás ahí?
Pero inmediatamente oí el característico ruido de la bocina cuando se deja caer violentamente y el tono entrecortado del teléfono.

Conseguí cita con el doctor Marín ese mismo día. Argumenté un gran apremio.
Tuve que atravesar toda la ciudad y aun así llegué quince minutos temprano. Me recibió una joven de aspecto distinguido y mirada suspicaz.
—¿Efrén Alvear? —preguntó la recepcionista en cuanto me vio entrar.
Asentí sin poder articular sonido. Yo esperaba encontrarme con una mujer madura y fea, y he aquí que en la situación más vergonzosa de mi vida me atendía una atractiva joven más o menos de mi edad.
—¿Gustas sentarte? En seguida te paso.
Lo hice mecánicamente con la cabeza hundida en el pecho.
Hasta ese momento reflexioné algo sumamente importante.
Era posible que el médico al que había acudido conociera a mi madre, ¡puesto que obtuve esa tarjeta directamente de su bolsa de mano! Me di un golpe en la frente. ¿Por qué no se me ocurrió antes? ¡Habiendo tantos doctores en la ciudad nave que venir a éste! Nada me molestaría más que causarle un disgusto a ella.
—Pase, por favor.
Me puse de pie y entré al privado.
El médico me tendió la mano sonriente. Era un tipo alto, de aspecto imponente, un poco canoso y con evidentes arrugas en los párpados.
—¿Efrén Alvear? —preguntó gravemente, como si mi nombre le causara cierta desazón.
Dije que sí con la cabeza.
—¿Quien te recomendó conmigo?
—Nadie.
Levantó la vista incrédulo.
—¿Estás seguro?
—Sí. Hallé su tarjeta por casualidad —la busqué torpemente en la bolsa de mi camisa y se la tendí. Observó el papel como quien se encuentra con un viejo recuerdo.
—Yo conozco a tu madre —comentó sin poder ocultar un dejo de emotividad en la voz-. Pero descuida. Mantengo todos los casos de mis pacientes en riguroso secreto profesional.
—Eso espero.
—¿En qué puedo servirte?
—Creo que adquirí una enfermedad sexual.
—¿Cuáles son tus síntomas?
Los recité mientras él se lavaba las manos y se colocaba unos guantes de cirujano.
—Bájate los pantalones, por favor.
Me quedé quieto, inseguro de haber escuchado bien. Pero era lógico. Al comprenderlo obedecí de inmediato.
El médico se acercó para examinarme y después de unos minu¬tos movió la cabeza negativamente.
Dio la vuelta para ir a su escritorio, pero no me gustó su ex¬presión.


Juventud En Extasis: Capitulo 2

2
SEXO-ADICCION.

Salí de la avenida conduciendo muy despacio. Aunque tenía presente el tono de sensual provocación en la voz de Joana cuando dijo “adonde tú quieras”, no podía tomar la iniciativa de llevarla a una habitación privada sin ratificarlo. Dentro de los preceptos ineludibles de la seducción estaban el de nunca mostrarse dema¬siado ansioso y el de parecer dispuesto a conversar indefinidamen¬te como todo un bien intencionado amigo.
Sobre la calzada observé la indicación de un próximo centro comercial. Accioné el freno y viré con cuidado para subir por la rampa del estacionamiento. Detuve el automóvil en un cajón aleja¬do de la entrada del supermercado y apagué el motor. Con las ven¬tanas cerradas y el coche inmóvil se presentó un tenso pero fra¬ternal silencio.
—¿Qué vas a comprar?
—Nada… —titubeé como un adolescente desmañado y ella sonrió para darme confianza.
—Joana… —recomencé—: lo que te dije mientras bailába¬mos.. . es cierto. Desde hace meses sueño con estar contigo. Eres la mayor ilusión de mi vida. Nunca tuve el valor de confesártelo pero he sido tu gran admirador anónimo durante meses…
Se me apagó la voz. No quería cometer ningún error y eso me hacía sentir más tenso de lo normal.
—Gracias por sacarme de esa fiesta —murmuró—. Necesitaba platicar con alguien que me apreciara…
Mis manos jugueteaban pasando las llaves de un lado a otro. Ésta era la parte más difícil de la conquista. También era la más emocionante y peligrosa. Debía besarla, pero, ¿cómo franquear ese metro de asiento que nos separaba?
—Vamos a comprar una botella. Me gustaría brindar por nuestra amistad.
Asintió.
Salí del auto excesivamente rápido. Sólo necesitaba estar cerca de ella… Le di la vuelta al coche y abrí su portezuela; me tendió la mano para ponerse de pie. No retrocedí ni un centímetro.
—¿Vamos? —sugirió.
—No tienes idea de cómo me gustas, Joana.
Estábamos en la posición perfecta, pero no quiso levantar la cara.
—Vamos —repitió.
“¡Maldición, vamos!”, pensé. Cerré el coche y caminé a su lado. La abracé por la espalda sin conseguir que cooperara.
Compré vasos desechables, botanas, refrescos de cola y una botella mediana de brandy. Al entregarle el dinero a la cajera vi los sobres de preservativos al lado de mi amiga. Hubiera sido imposible tomar uno sin que se diera cuenta. (Chasqueé la boca.) Hacer el amor sin protección era apostar el todo por muy poco, y ya me estaba cansando de esas emociones. (Moví la cabeza después.) ¿Quién me había dicho que me saldría con la mía? (Sonreí.) En todo caso los juegos en los que se arriesga más son los que más se disfrutan.
De regreso hacia el coche la abracé nuevamente y sentí cómo esta vez aceptaba la caricia refugiándose en mi abrazo.
Antes de introducir la llave en la chapa volví a intentarlo.
—Me gustaría tener aquí mi carpeta de apuntes para mostrarte unos dibujos que he hecho… de tu perfil. ¿Nunca notaste que en algunas clases me sentaba cerca de ti para contemplarte? —sonreí y bajé la vista—. No atendía al profesor, sólo te dibujaba…
Cuando volví a levantar los ojos, ella me miraba muy fijo con la boca entreabierta en un gesto de ternura. Me acerqué despacio y rocé con mis labios sus labios cálidos. Dejé caer las bolsas de! mercado a nuestros pies; la botella hizo un ruido sordo al chocar con el piso. No me inmuté. Apreté mi boca contra la suya para hallar la enloquecedora humedad de su lengua. Fue un beso impetuoso, cargado de verdadera pasión. La abracé fuertemente y acaricié su cabello, su espalda. Sentí el deseo crecer como un ente incontrolable y cerré los ojos para entregarme por completo al movimiento sensual.
Cuando nos separamos Joana respiraba rápidamente y estaba encendida de un leve rubor. Abrí la puerta para que entrara al coche, tomé la bolsa del suelo y rodeé el vehículo lo más lento que pude, tratando de recuperar el aplomo. Apenas estuvimos juntos nos volvimos a entregar en un vigoroso y ardiente beso. Después de unos minutos comencé a recorrer mi boca por la comisura de sus labios, sus mejillas, su cuello, sus oídos. Al besar y mor¬disquear su oreja izquierda le susurraba que estaba loco por ella, que me fascinaba, que la idolatraba, que daría cualquier cosa por una noche a su lado… Joana mientras tanto me acariciaba los muslos. Subía su mano casi hasta mi entrepierna y volvía a bajarla en una cadencia dulce y acompasada.
Me costó trabajo desprenderme de esa miel enajenante pero, haciendo un gran esfuerzo, puse en marcha el automóvil con intenciones de ir directo a un lugar adecuado. Conocía varios por ahí. El más cercano estaba a sólo unos cinco minutos de distan¬cia.
Hice el recorrido en menos de tres.
Cada habitación tenía su garaje propio con puerta corrediza, de modo que el coche quedaba escondido y la dama no era vista por nadie en su trayecto hacia la habitación.
Estacioné el vehículo hasta el fondo. Salí a pagar al encargado y cerré la mampara exterior con el aplomo de alguien que se mueve en sus terrenos. Pero al volver al coche Joana me esperaba fuera de él con un gesto de franca perturbación.
—¿A dónde me has traído?
—No te ofendas, amor. Éste es un lugar excelente para escuchar música, brindar y conversar lejos de la molesta gente. Por favor, tranquilízate y confía en mí… Te prometo que sólo haremos lo que tú quieras.
Y al decir esto último le acaricié la barbilla con el índice y el pulgar…
—Estoy tan confundida y triste…
—Vamos, no pienses en nada. Sólo vive el presente y relájate.
Me acerqué y nuevamente la abracé. Recargué mi cuerpo contra el suyo para hacerle percibir mi masculinidad y esta vez paseé mi lengua por su cuello v la introduje suavemente en su oído.
Se estremeció.
Miré el nacimiento de sus pechos sobre su generoso escote y quise agacharme a besarlo, pero no me atreví. La deseaba dema¬siado para darme el lujo de mostrarme impaciente.
Joana volvió a buscar mi boca. Respiraba agitadamente y pare¬cía haberse decidido a olvidar precauciones y temores. Al besarme comenzó a desprender uno a uno los botones de mi camisa. Cuando llegó al pantalón jaló hacia arriba la tela para que ésta quedara totalmente suelta. Luego me frotó el tórax y deslizó la prenda hacia atrás, dejándome semidesnudo.
Yo no podía dar crédito a lo que había hecho. El corazón me latía a mil por hora; la cabeza me daba vueltas y mis pies flotaban. Le enmarañé el cabello y busqué la cremallera del vestido en su dorso: en cuanto la tuve entre mis dedos inicié un movimiento lento para bajarla, sin lograr evitar el temblor de mis falanges y la sudoración de mis palmas. Cuando el cierre no pudo descender más, sobé su espalda con ardiente furor y atraje el vestido hacia adelante mientras le acariciaba sus hombros desnudos. Entonces se descubrieron totalmente sus formas femeninas resguardadas aún por la suave tela del sostén. Me separé un poco y rocé apenas con las yemas de los dedos las marcadas puntas. Luego seguí la línea del sujetador hasta dar con el seguro; lo destrabé sin ningún problema y ella, mirándome fijamente, hizo un ágil movimiento con los brazos para liberarse del incómodo ceñidor. A tal grado me asombraron la belleza de esos senos blancos, turgentes, cálidos, que en vez de tocarlos me limité a contemplarlos. Luego atraje a la chica hacia mí y sentí una extraordinaria calidez al momento en que sus pechos desnudos se aplastaban en mi cuerpo. Llevé len¬tamente las manos hacia su cintura y comencé a buscar la forma de bajar por completo el vestido de algodón.
—¿Vamos al cuarto? —sugirió.
—Por supuesto.
Solo, en mi habitación, después de haber dejado a Joana en su casa cerca de la una de la mañana, me hallé cara a cara con el monstruo de los excesos y sentí un viso de temor… Caí en la cuenta de que el sexo se estaba convirtiendo para mí en un vicio, en algo básico, prioritario, central… en una necesidad creciente. ¡Y cuanto más la saciaba, más se incrementaba! ¿No le ocurría lo mismo a los farmacodependientes o alcohólicos? Pero, 6cómo controlar ese descomunal deseo? ¿Era yo el único que lo sentía? ¿No lo experimentaba también la mayoría de mis amigos? Entre compañeros apreciábamos a la mujer según sus atributos eróticos. Nos atraían principalmente sus cualidades sexuales y solíamos mentir, dañar o negociar con tal de sentir el embriagador placer de poseerlas. ¿Acaso los varones debíamos tener con el sexo pre¬cauciones similares a las que se tienen con los productos que cau¬san dependencia?
Comencé a pasearme por mi habitación. Mi madre dormía en la alcoba contigua y yo no debía hacer ruido. Me senté pensativo en el sillón de descanso. La aventura de hacía unos minutos había sido hermosa, pero algo no estaba bien. Había comenzado a sentir un terrible escozor en el área genital. Fui en busca de un espejo para revisarme de cerca. Hallé una reducida zona ulcerada con infinidad de pequeñas llagas. Me sentía, a la vez, afiebrado y débil.
¡Maldición! ¿Joana me habría contagiado un hongo o algo por el estilo? Y si lo hizo, ¿se manifestaría de manera tan inmediata? ¿Entonces Luisa? O Adriana…
A mis veintitrés años había compartido el lecho con… dema¬siadas mujeres. No pude en ese momento definir cuántas. Cual¬quiera pudo haberme contaminado. Pero, ¿de qué?
Insomne traté de concentrarme en el recuerdo de cuanto había vivido esa noche buscando algún indicio de enfermedad en el cuerpo de Joana. Me eché en la cama y cerré los ojos para revivir cuidadosa, casi morbosamente, los detalles de esa experiencia inusual.
Después del magreo en el que ella quitó mi ropa superior y yo quité la de ella, subimos la escalera sin decir palabra.
La habitación estaba alfombrada de color durazno. Nos descal¬zamos para estar más cómodos tratando a la vez de no manchar con los zapatos tanta pulcritud.
Joana se soltó de mi brazo para caminar de un lado a otro como una niña admirando los lujos del lugar. Apenas dio los primeros pasos se deshizo por completo del vestido, dejándolo en el suelo y pasando sobre él.
—¿Qué calor hace, ¿verdad? —y acto seguido se agachó un poco para quitarse las mallas transparentes.
Recargado en la pared, con la boca seca y los ojos muy abiertos, contemplé su casi total desnudez. Sólo portaba unas pequeñas bragas rojas y se paseaba por el cuarto tocando la cama de agua, encendiendo el televisor, revisando el contenido del refrigerador.
Entonces me sentí orgulloso de poder llevar a mis chicas a ese tipo dé Sitios. Yo era, como suele decirse, un tipo mimado por la vida. Todo se me dio siempre fácilmente. Incluso las mujeres llegaban a mí sin que hiciera demasiados esfuerzos por encontrar¬las. Fui el hijo único y consentido de una mujer viuda. Mi madre, cuando perdió a su esposo y a su hija mayor, se quedó sola conmigo, impreparada, paupérrima, y tuvo que hacer mil maro¬mas para lograr mantenerme. Trabajó de mesera en un pequeño poblado de la frontera, practicando su mecanografía por las noches, hasta que logró colocarse como secretaria. Entre tanto me dejó crecer en total libertad. Cuidaba, eso sí, que no me faltara buena comida, ropa fina y colegios particulares. Pero ella nunca estaba en casa, lo que me permitió practicar el deporte del “sexo libre” desde muy chico.
Joana entró al baño y exclamó con tono de inocencia y espontaneidad:
—¡Hay tina de hidromasaje! Hace tiempo que no me meto a una… —se me acercó con la mirada encendida—: El doctor me la recomendó…
—¿Quieres bañarte? —le pregunté.
—Quiero que me bañes tú…
Se despojó de su última prenda. Comenzó a tararea: una canción infantil sentándose al borde de la bañera y abriendo las llaves del agua. Se sabía admirada por mí y fingió no verme mi¬entras calculaba la temperatura y agregaba burbujas artificiales.
¡Ah!, qué satisfacción me causaba poder darme y darle a mis compañeras esos priviegios. Ahora tenía carro, llevaba en la cartera dinero y tarjeta de crédito. Mamá decidió, después de verme vagar durante varios años por las calles probando diferentes trabajos y escuelas, mudarse conmigo a la gran urbe para obligar¬me a inscribirme en una buena universidad, sin saber que con ello su fortuna económica daría un extraordinario giro. Trabajando como secretaria en aquel poblado fronterizo aprendió con soltura el idioma extranjero y llegando a la capital comenzó a ganar fuertes sumas como traductora de libros técnicos. Lo primero que hizo ante el cambio de suerte fue comprarme un automóvil compacto deportivo. Así, sufrí tanto severas torceduras por tratar de acoplarme con mis primeras parejas capitalinas al reducido espacio del asiento trasero como la extorsión de patrulleros corruptos que aparecían de la nada empuñando sus linternas para husmear a través de los cristales. No me quedó otra opción que aprender a usar el coche para transportarme y a pagar hoteles caros para lo demás… Después de todo mi madre sufragaba de buen modo el costo de mis estudios profesionales. Sacudí Ia cabeza tratando de borrarme esas ideas y arranqué en tres segundos de mi cuerpo el resto de la ropa que lo cubría.
Me introduje al agua junto a Joana. Recorrí sus formas con una esponja y ella recorrió las mías con el jabón. El juego duró varios minutos y me llevó a un éxtasis enloquecedor. Repentinamente mi compañera de tina se puso de pie argumentándose muy acalorada; se enredó una toalla en la cabeza y caminó hacia la cama; la seguí de inmediato envolviéndome, a mi vez, con otra; la vi juguetear como un niño que mide la elasticidad de un trampolín sentándose en la cama para, finalmente, echarse sobre ella a descansar.
—Me ha entrado un sueño enorme —dijo.
Y boca arriba, sin cubrir su voluptuosa desnudez, se fingió dormida. Me acerqué parándome a un costado del colchón, tragué saliva y retiré con las yemas de mis dedos algunas de las muchas perlas de agua que la cubrían. La luz estaba encendida y a ella parecía gustarle que la admirara. Se dejó acariciar, contemplar, besar… Y yo lo hice extasiado, con la efervescencia y fanatismo con la que sólo un brujo puede tocar la estatuilla de su dios.
El prurito me estaba matando. Hice una pausa en mis cavi¬laciones. Ahí, en ese punto preciso, debía centrarme para tratar de descubrir alguna anomalía en Joana. Si ella había tenido la manifestación cutánea de alguna infección venérea lo hubiese
notado en ese momento. Claro que de haberlo percibido lo hu¬biese pasado por alto, pues mis facultades mentales estaban total¬mente desconectadas…
No lograba recordar nada raro. Por el contrario, todo cuanto venía a mi mente era motivo de nueva excitación.
Esa noche medité que definitivamente el sexo puede convertir¬se en un vicio incontrolable, pues el hombre, atrapado en tal proceso creciente de adicción, se recrea con imágenes mentales llegando a creer que la mujer existe sólo para satisfacerlo. Y esto no me ocurría sólo a mí. Me consolé razonando que le ocurría a muchos. ¡No a los maniáticos o degenerados, sino a estudiantes de universidades, profesores, comerciantes, médicos, licenciados, poetas, artistas y a miles de varones perfectamente normales y decentes…!
Resultaba interesante comprender que todos los hombres éra¬mos proclives a la sexo-adicción, y alarmante aquilatar que yo era ya un esclavo de ella. Abrí los ojos tratando de razonar mejor. Había otro detalle negativo que me causaba una preocupación ingente: no satisfice a mi compañera; no logré aguardar lo suficiente; volví a explotar demasiado rápido e inmediatamente después, exhausto, me eché a su lado a descansar. Joana se quedó muda, con los ojos cristalizados de decepción, y permaneció quieta al ver que yo declaraba terminado el juego.
—¿Todos los hombres son igual de egoístas? —cuestionó.
Entonces hice un esfuerzo y me incorporé a medias queriendo satisfacerla. No se me ocurrió preguntarle si mis caricias le gustaban. Después de un rato me increpó con una chispa de rencor en su mirada:
—¿Tú te masturbas demasiado?
—¿Por qué me preguntas eso?
—Sólo pensaba…
—¿A dónde quieres llegar?
¿Crees que la masturbación sea buena?
—Claro que sí. Es sencilla, rápida, gratis, exenta de largos cortejos hipócritas y de peligros como el embarazo o los matrimo¬nios forzados.
—De largos cortejos hipócritas —repitió enfatizando la última palabra—. Eso es cierto, pero, ¿sabías que si los hombres la practican de modo abusivo, en forma rápida y constante, les produce el reflejo de la eyaculación prematura?
Me quedé estático. Sentí una cubetada de agua fría. ¿Era reproche o información?
Sacudí la cabeza tratando de alejar esa nueva idea de tormento, pero no pude. Solo, en mi recámara, recordando a mi frustrada compañera comprendí que el verdadero frustrado y fracasado era yo. Con tan intensa actividad estaba perdiendo el control de mis instintos y quizá, en vez de adquirir destreza para satisfacer algún día a mi pareja definitiva, estaba acumulando disfunciones.
Después de un rato Joana comentó:
—Es inútil… Creo que no voy a tenerlo.
En ese momento recordé la plática con José Luis: Para que una mujer llegue al orgasmo necesita cumplir con muchos requisitos mentales difíciles de lograr por una adolescente aventurera.
—¿Alguna vez lo has tenido?
—Tal vez sí… aunque no estoy segura. Lo único que realmente sé es que cada vez que hago esto me siento más sola y miserable.
Me invadió una gran tristeza por ella y una importante identifica¬ción. También me sentía solo y miserable. La diferencia estribaba en que al menos yo sí había tenido un momentáneo placer.
—Eres muy hermosa —susurré—. Si me permites una confi¬dencia y no me la tomas a mal, te diré que no he conocido jamás una muchacha más bella y sensual. Sé que estuve fatal, pero tenía las mejores intenciones. Me crees, ¿verdad, Joana?
Mi comentario suavizó un poco sus facciones molestas. Otra vez recordé la plática con José Luis: La mujer accede a las seducciones del hombre no por el deleite físico que esto le reporta sino por vanidad. A ella le gusta sentirse admirada, amada, deseada.
—Vamos a vestirnos —sugirió, como si lo que había pasado no tuviese importancia.
“Tal vez no la tenga”, me dije tratando de hacer un último intento de dormir, pero no pude. Me despabilaban dos asuntos que definitivamente sí tenían importancia: mi fracaso como amante y mi comezón.
Las primeras luces del alba comenzaron a filtrarse por las persianas de mi habitación. Había pasado la noche totalmente en vela. A los pocos minutos escuché la máquina de escribir de mi madre, quien traducía un libro. Ella trabajaba ilusoriamente por mantener mis estudios y yo falseaba las cantidades requeridas para sufragar mi vicio… Me maldije por dentro. Era sexo, pero igualmente podía tratarse de alcohol o droga.
Me tapé con las cobijas sintiéndome fuera de control. Sospechaba que estaba al borde de un enorme precipicio a punto de caer. Sólo lo sospechaba, pero era cierto.